3 - ESE PATIO

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«Fue una mañana muy fresquita, no se levantó a darme mis bocadillos, así que fui a su cuarto a ver qué le pasaba. Estaba dormidito, le di muchos lengüetazos, pero no reaccionó, aunque esa mañana su cara mostraba una sonrisa. Quizá se fue soñando con el tiempo en el que era feliz.»

«Me puse muy triste, espero que donde esté ahora lo quieran más que aquí, se lo merece.»

«Luego de dos días, el cartero descubrió el cuerpo del viejo. Se lo llevaron y la cabaña quedó solitaria. Tuve que sobrevivir un tiempo cazando ratones en el bosque, suerte que la casa tenía una entrada para perros que construyó el viejo.»

«Unas semanas después de su muerte, fueron a la casa unas personas. Estaban sacando todos los muebles y demás cosas, y las estaban metiendo en un camión. Le dijeron al que les abrió que los hijos del hombre, los dueños de la clínica de S.S City, habían mandado a buscar todo. Recordé que en esa ciudad vivía Danielito, y que a mí me llevaron a esa clínica a curarme la pata aquella vez. Aproveché que todavía no me habían visto y me escabullí dentro del camión, iba a volver a la ciudad donde viví con mi primer dueño.»

Humano, si no te crees que yo deduje todo eso, no te preocupes. Todos los humanos hacen cosas increíbles alguna vez, pero son muy incrédulos con las que hacen los demás, y también con las de los perros.

«Estuve mucho tiempo acomodado entre cajas. Me puse a pensar, hacía tiempo que Danielito no sabía de mí. Tal vez me hubiera olvidado. Al menos traía mi collar para que pudiera reconocerme. Me quedé dormido pensando. Desperté al sentir que el camión se detuvo.»

―Chicos, vengan, recuerden que en las mudanzas siempre se pierde algo. ―escuché decir a un hombre, luego risas.

«Alguien abrió la parte de atrás del camión, me vio. Luego de sorprenderse, me tomó para que todos me vieran. Me acariciaron y me dieron una mini salchicha. El que me encontró me puso una correa. Hacía tiempo que nadie me ponía una correa.»

«El hombre me llevó hasta la parte delantera del camión, pasado un rato los demás vinieron hacia adelante, y el viaje continuó. Traté de explicarles por qué estaba allí, pero nuevamente recordé que los humanos no pueden entender a los perros.»

―¡Cállate perro! ―me decían.

«De pronto, el camión volvió a parar.»

―Chicos, aquí bajamos mi nuevo amigo y yo, será el regalo de cumpleaños de mi hija. ―les dijo el que me puso la correa a los otros.

«Me haló y yo bajé. Caminamos hasta una casa no muy bonita, como si estuviera mal hecha. No entiendo por qué algunos humanos viven en casas grandes y bonitas, mientras otros viven en casas pequeñas y feas. El que me puso la correa tocó la puerta y vociferó a una tal Melissa. Nos abrió una mujer con aspecto triste. No reflejaba felicidad en los ojos, igual que el hombre mayor.»

«Yo sé cuándo los humanos están tristes o alegres, lo aprendí mirando a Danielito. Pero había algo más en ella, temor, le temía a algo. Los humanos dicen que los perros olemos el miedo; no lo olemos, pero sí notamos un aroma diferente en sus cuerpos, algo que no se puede ocultar. La mujer comenzó a tener ese aroma cuando el hombre que me puso la correa empezó a hablarle.»

«Al parecer, el hombre y la mujer eran pareja, y tenían una niña. La llamaban Patricia. Había acabado de cumplir ocho años. Me dieron como regalo para ella, me abrazó mucho. Pensé que le gustaban los perros; y que, dada la situación, sería mi nueva dueña. Pero el delirio conmigo solo le duró tres días. Cuando se aburrió de mí, me sacaron al patio y me encadenaron a un poste, con una cadena vieja y oxidada que me lastimaba. ¿Por qué los humanos se aburren tan rápido de las cosas? ¿Será porque al tenerlas en su poder, estas pierden el valor que poseían cuando aún no las tenían?»

«En ese patio me daba mucho el sol, me mojaba con la lluvia y a veces me golpeaban los granizos. No tenía con qué cubrirme. Me daban comida una vez al día, no siempre, parece que se les olvidaba. Estaba al aire libre, pero me sentía un perro enjaulado, casi sin poder moverme. ¡Qué ironía!»

«Yo una vez estuve enjaulado; desde que nací, viví en una jaula, con mi mamá y mis hermanos. Había otras jaulas junto a la nuestra, llenas de perros. Los humanos llaman a este lugar "La perrera de S.S City" ―imagino que sea perrera porque hay muchos perros, ¡qué básico!―. Era un gran corredor con poca luz, y muchas jaulas a los costados. Una puerta a cada extremo. Por la puerta de la derecha entraban muchos humanos a mirarnos; y a veces, a llevarse alguno. Por la puerta de la izquierda pasaban algunos de nosotros, los encargados se los llevaban, y nunca los traían de vuelta. Los perros más viejos decían que los ponían a dormir para siempre. Aun hoy, no sé qué significa eso, quizá lo sepa cuando sea viejo. Un día, la puerta de la derecha se abrió y entró un niño que se encariñó conmigo, era Danielito. Me llevó a vivir con él. Y me mostró que el mundo era mucho más grande que esa jaula.»

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