2 - EL VIEJO

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«No sé cuándo abrí los ojos. Estaba vendado, y ya no me dolían tanto las heridas. Mi cuerpo estaba sobre unas almohadas, se sentía muy cómodo. Mi collar no estaba, pensé que lo había perdido. Traté de pararme para buscarlo, pero fue inútil; no tenía mucha fuerza. En eso entró un hombre en la habitación, y traía mi collar en la mano.»

―Creo que esto es tuyo, amigo ―me dijo―. Te lo quite para que no te dañara las vendas.

«Me dio de comer, y hasta me cortó las garras. Tuve que esperar que me creciera el pelo en los lugares donde estaban mis heridas porque él me lo había cortado. Al parecer, era médico, pero no de humanos, sino de perros.»

«¡Qué alegría! Luego de que aquellos hombres me lanzaran a morir, ese hombre me había dado una segunda oportunidad. Los humanos apartan de su camino cosas muy importantes, simplemente porque en ese momento no le son útiles. Tienen que guardarlas y cuidarlas, así hago yo con los huesos que consigo.»

«Las siguientes semanas me recuperé bastante, ya estaba casi curado. Ese hombre era muy bueno conmigo; y ese lugar era muy tranquilo: Una cabaña en el campo. Lo único ruidoso que se oía era los autos a lo lejos, pasando por el camino donde ocurrió el accidente. Yo pensaba, todos los días, en Danielito. Quería saber cómo le había tocado vivir todo esto. Si estaba bien y dónde estaba. Justo antes de volcarnos, sus padres estaban discutiendo. Al parecer, el papá de Danielito se distrajo y, ya saben. Es curioso como un segundo de distracción puede cambiar tu vida para siempre.»

«Poco a poco, fui cogiendo confianza con aquel señor. Él era ya mayor, ya se le veían muchos pelos blancos en su cabeza ―mira que los humanos tienen poco pelo―. Debía tener unos setenta años, que en años perrunos son... ¡unos cuantos! Al contrario de muchos de esa edad, aquel hombre mayor se veía fuerte aún. Era alguien callado, y serio, pero amable. Yo lo acompañaba a pescar, a hacer las compras en un poblado cercano. Hasta iba con él a buscar agua en el manantial de la montaña que quedaba cerca de su cabaña, era muy fría. Ese hombre mayor y yo nos hicimos buenos amigos.»

«Una noche estrellada, él estaba mirando algo bajo la luz de una lámpara, que había en el portal de la cabaña. Yo, de curioso, fui a ver también ―me he dado cuenta de que soy muy curioso. Tal vez, yo en realidad sea un gato, porque los humanos dicen que los curiosos son ellos―. El hombre estaba viendo imágenes que no se movían, los humanos las llaman fotografías. Esa es una de las cosas inventadas por ellos que sí me gustan. Con ese invento puedes tomar un momento feliz, y atesorarlo para siempre. Pero parece que los momentos que aquel hombre miraba no eran felices, porque su cara reflejaba tristeza.»

«Le pregunté qué le pasaba, luego recordé que los humanos no pueden entender a los perros. ¡Qué tonto fui! Sin embargo, el hombre empezó a hablarme a pesar de no haberme entendido. A veces los humanos se sienten tan agobiados por sus problemas, que con solo una palabra o un gesto ―un ladrido en este caso―, comienzan a hablar de todo los que los aflige. Así hacía Danielito conmigo. Y al terminar se sienten mejor. Como cuando yo tengo garrapatas, me rasco mucho y no me curo, pero me siento aliviado. Al mirarlo a los ojos yo percibía que él no tenía garrapatas ni le dolía una pata o un diente, ese dolor provenía de un lugar más profundo.»

―Mira Rocky, aquí estoy cuando era joven, inaugurando mi primer consultorio veterinario. Y aquí estoy con mi esposa, que en paz descanse, era la enfermera de mi consultorio. Ahí nos enamoramos. Esta foto fue cuando nació nuestro primer hijo, Carlos. Dos años después nacieron los gemelos, Fernanda y Joaquín. Mira, aquí en esta abrí mi primera clínica veterinaria, luego esa clínica se convirtió en muchas por todo el país. Aquello produjo muchas ganancias y nuestra familia se volvió rica. Pero bueno, tú no sabes lo que es ser rico y no sabes lo que es el dinero. Éramos una familia unida, viajamos por todo el mundo. Mira, esto es de cuando fuimos a Roma, esto es París, y aquí estábamos en La Habana. Cuando mi esposa se enfermó, mis hijos comenzaron a trabajar en la clínica que yo dirigía; ya eran lo suficientemente mayores. Al morir Cristina, caí en una gran depresión. Pasó mucho tiempo hasta que me pude reponer un poco, e intenté volver a mi amado trabajo. Siempre me gustó curar animales, ellos son los más desprotegidos de la sociedad. Pero cuando volví, todo era diferente. Mis hijos lo habían acoplado todo a su manera. No era muy correcto, pero les hacía ganar más dinero. Intenté detener aquello, pero los tres se me enfrentaron. Así que me hice a un lado, porque no quería seguir fragmentando nuestra familia. Siempre los acostumbré a que tuvieran todo, creo que ese fue mi error. Tiempo después vendieron nuestra casa, la casa donde habíamos vivido tan felices, donde ellos crecieron. Y vine a vivir para acá, esta cabaña perteneció a mi abuelo y estuvo mucho tiempo deshabitada, pero es el lugar más tranquilo que conozco. Nunca más los he visto, ni a mis nietos tampoco; y hace poco me enteré que tengo una bisnieta. Ni siquiera tengo una foto suya. Ya casi no me llaman, solo en navidad porque ni en mi cumpleaños. Pero bueno, tú que eres un perro qué vas a entender de las tristezas de un pobre viejo.

―No creas viejo, sí que te entiendo. ―pensé yo.

«Sí, ahí entendí por qué ese hombre nunca reía. Había sido abandonado por sus cachorros. En la vida de los perros, hay un momento en el que hay que dejar que los cachorros sigan su camino solos, para que encuentren territorio y luego ellos mismos también tengan cachorros. Pero, ¿cómo los cachorros van a abandonar a sus padres? Eso es antinatural, gracias a ellos estamos vivos. ¡Estos humanos! Se lastiman y lastiman a los demás; tan fácil como lo es caminar. Y lo peor es que casi nunca se dan cuenta. Por primera vez vi las lágrimas de aquel hombre mayor. Seguro extrañaba a sus cachorros, aunque estos le hubieran lastimado.»

«Pero ya el viejo no estaba solo, ahora yo lo acompañaba. Unos días después vino a la casa el cobrador de las cuentas ―conozco a los cobradores, al igual que los carteros―. Comentó que los que habían tenido el accidente hacía unos meses atrás, sobrevivieron. Dijo que ya se estaban recuperando. Recordé a Danielito. Yo ya estaba mejor, pero no podía volver con él, ese hombre tan bueno me necesitaba más. Conmigo no se sentía solo. Pero un tiempo después, se me murió.»

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