Sé que me había prometido no volver nunca más a este lugar, pero hace ya unas semanas de la muerte de papá, y hace unos días me vino la nostalgia de golpe. Llevo desde entonces pensando mucho en el pasado. Me levanté a las cinco, y conduje tres horas hasta aquí. La verdad es que pensaba encontrármelo diferente. Es decir, sé que el sitio está abandonado hace años, pero, no es motivo para el infierno al que se ha visto reducido.
Me llegaba el olor desde que bajé del auto y empecé a caminar, no imaginaba tener que cruzar un montón de desperdicios y pudrición para poder llegar al portal. No tuve que abrir la rejilla, faltaba. Alguien debe habérsela llevado para aprovechar el metal. Las columnas del porche habían dejado de lucir esos llamativos colores de antaño, se mostraban descascaradas y con trozos faltantes, como un embutido al que se le dan algunas mordidas.
Me encontré la puerta entreabierta, así que la empujé. No entiendo por qué tenía la esperanza de que el interior siguiera intacto; viejo y deteriorado, pero libre de inmundicias. Supongo que era mucho pedir. Casi no podía ver mis pies al caminar. Por doquier había vasos y cubiertos de plástico, bolsas con vaya usted a saber qué, ripios de ropa, algún que otro preservativo usado y más; montañas pequeñas y medianas de más cosas, en las cuáles me sigue dando náuseas pensar.
Era casi una alucinación presenciar la casa, donde veníamos a pasarnos los veranos, en tan mal estado. Las paredes llenas de musgo ya no albergaban nada de aquel azul marino al que mis hermanos y yo le dábamos el papel de cascada gigante en nuestros juegos infantiles. El hedor en el aire borraba la sensación de estar oliendo ese Bonito frito que papá pescaba y que mamá sazonaba sin igual. Mi habitación no guardaba nada que me hiciera recordar esos tiempos. Era como si lo que albergaba mi memoria de ese cuarto, hubiera desaparecido al verlo convertido en un vertedero. La vez que me rompí el brazo saltando de la cama, o cuando mi vecina vino con nosotros y no dormimos esa noche haciéndonos historias; parecían sucesos ajenos a mí, a lo que esperaba encontrarme visitando aquella casa junto a la playa.
De repente, sentí unas ganas tremendas de salir a la parte trasera. Emergí de mi antigua habitación, y anduve por el destruido corredor lo más rápido que pude. Mirar el mar me daría al menos una buena sensación con la que regresar a casa. Porque toda la basura que ahora inundaba cada centímetro de aquel hogar de verano, opacaba los buenos recuerdos de mi niñez y adolescencia.
Derribé la puerta trasera a golpes de hombro y patadas; todo para emerger a aquel patio arenoso donde muchas tardes jugamos al vóley con papá. Pero también ese paisaje había cambiado. Anduve unos diez metros, y a medida que me acercaba, las pocas expectativas que me quedaban se iban muriendo de decepción. El agua estaba llena de basura, era de un color oscuro y aceitoso, no había olas. Ni siquiera nuestros días de baños y sol se habían salvado de la negligencia, ni siquiera eso había sobrevivido.
Regresé a la casa, la atravesé, ya no me quedaban ganas de permanecer ahí. Salí por el frente. Me volteé y permanecí unos segundos echándole una última mirada. Los recuerdos de mi niñez, de cuando fui auténticamente feliz, habían sido convertidos en desechos. Fui tentado de ponerme a pensar que mi vida pudiera estar tomando el mismo rumbo. Ahora era un hombre exitoso, las clínicas creadas por mi padre me mantendrían por el resto de mi vida. Pero mi capacidad para sentirme bien estaba disminuyendo conforme los años pasaban. Esa mañana, me había levantado y huido de mis lujos para visitar mis recuerdos. Y lo que había encontrado era un aroma que se había impregnado en mi ropa.
Saqué el mechero y un cigarrillo, quizá las sucesivas caladas me ayudarían a asimilar aquel lamentable espectáculo. Lo encendí, rememoré cómo mi madre siempre estuvo en contra de que fumara. Extraño los consejos que me daba, y cómo me decía (siendo ya un adulto) que cuidara de mis hermanos menores. Primero había sido ella, y ahora el viejo también nos había dejado. Me pregunto si se había sentido bien en sus últimos tiempos. Me dijeron que había adoptado un perro, al menos estuvo acompañado. Pensando en eso, en que había sido un hijo horrible, dejé caer el mechero encendido, y la basura comenzó a arder. Al menos, espiaría mis pecados quemando toda esa contaminación; y de paso, mis abandonados y borrosos recuerdos felices. Pensaba en eso en lo que llegaba a mi auto, me subía, y le lanzaba un vistazo a las llamas que ascendían.
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La vida en blanco y negro
De TodoBueno, mi nombre es Rocky. Encantado de conocerte, soy un perro 🐶. Como me cuesta escribir en estos teclados con mis patas... Confié en mi buen amigo J. F. Denis para que dé a conocer mi historia, la historia de cómo aprendí a ver los colores de la...