04 -Envidiame, Zorras-

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ANY

—¡No! —gritó mi madre.
Dez se rió de su reacción.
—Oh, sí. Deberías haberlo visto, Mamá Marichelo. Se puso en plan —Dez bajó la barbilla hasta tocar su pecho y extendió los hombros para imitar a mi padre
—: «¡Esa es mi mujer, chaval, y que me zurzan si me voy a quedar aquí sentado mientras dejo que un celador con la cara llena de granos que apenas acaba de alcanzar la pubertad y que todavía está lleno de hormonas adolescentes bañe a mi mujer! ¡Yo soy el único que toca esas peras! Suelta la esponja y sepárate de la bañera, hijo, antes de que alguien salga herido».

Mi madre se estaba descojonando de risa para cuando Dez hubo acabado con su muy desacertada imitación. Aquellas carcajadas fueron música para mis oídos. No la había escuchado reír así desde hacía tantísimo tiempo que casi me había olvidado de cómo sonaba. Por supuesto, si mi padre hubiera escuchado la burla de Dez, él no la habría encontrado tan graciosa. Menos mal que estaba en casa preparándolo todo para cuando mamá volviera.

Habían pasado diez días desde el trasplante, y por ahora todo iba muy bien. El color de sus mejillas había regresado y ya se sentaba, se reía, comía, sonreía... vivía. La cicatriz que le había quedado en el pecho todavía estaba de un color rojo molesto, pero la herida también había curado considerablemente y ella aseguraba que solo le dolía un poco si tosía.

Aquello podría o no ser cierto, pero el brillo había vuelto a sus ojos y estaba absorbiendo toda la información que podía sobre cómo mantenerse sana para que su cuerpo no rechazara el corazón nuevo.
La única fuente de preocupación que podía encontrar era la preocupación que sentía Marichelo por la familia de la muchacha que le había regalado otra oportunidad para vivir. Quería ofrecer sus condolencias y agradecérselo en condiciones, igual que todos, pero Daniel nos dijo que la familia no quería que se revelaran sus datos personales. Tal y como nos sugirió, me senté con mi madre y ambas les escribimos una carta que él accedió a entregarles.

Esperábamos que algún día ellos encontraran paz con su pérdida. Yo también esperaba que mi madre encontrara paz con lo que había ganado, pero era una persona sentimental y sabía que la idea de que otro ser humano hubiera tenido que morir para que ella pudiera vivir la perseguiría durante el resto de su vida.

—Bueno, no fue exactamente así —se unió Polly a la conversación.
—Fue justo así —sostuvo Dez.
Yo sabía la verdad.
—Enrique no dice «peras».
Mi madre nos interrumpió con una sonrisa traviesa.
—Eh... sí. Sí que lo dice.
—¡Ah, mamá! ¡Ugh!

No me hacía falta tener esas imágenes mentales.
Ponderé la opción de ir a mirar si tenían lejía, o cualquier cosa que usaran los hospitales para mantenerlo todo tan estéril, y que pudiera usar para frotarme el cerebro. Iba a necesitar algún limpiador industrial y aun así todavía seguiría traumatizada de por vida.
Ella se mofó.

—Anda ya, Any, por favor. ¿Cómo te crees que llegaste al mundo? Te aseguro que no fue gracias al espíritu santo. —Tenía una expresión soñadora en el rostro, como si estuviera rememorando
—.Nos divertimos un montón concibiéndote. Las cosas que tu padre sabe hacer con su...

Me tapé los oídos con los dedos y empecé a cantar para amortiguar su voz. No funcionó. Todavía podía escucharla por encima de mis espantosos chillidos.
—...tu padre sentía fascinación por la Estatua de la Libertad, así que yo tenía un disfraz...
—¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Por favoooor para! —supliqué.
Marichelo por fin se calló ante mi arrebato y me lanzó una mirada.
—No te hagas la inocente —dijo mientras estiraba la sábana que le cubría el torso
—.Ya he visto a ese hombretón tuyo. Ninguno de los dos sois capaces de mantener las manos quietas. Apuesto a que también es bueno en la cama, ¿verdad? O sea, es Alfonso Herrera, el soltero más cotizado de Chicago.

Un millón de placeres culpables |Anahi y Alfonso| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora