09 -En el fondo me gustas, Dez-

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ALFONSO

Samuel me acababa de dejar frente a la casa con mi maletín y un ramo de flores en la mano para mi chica.
Me quedé mirando, confuso, cuando me percaté de que teníamos visita, y supe al cien por cien que no era Dez. La Viper de David Stone estaba aparcada a plena vista y por un momento mi mente retrocedió hasta el día en que lo encontré fo*llándose por el cu*lo en mi cuarto de baño a la que iba a ser mi prometida.

Todo lo que pude pensar fue: Por favor, ella no.
Apreté los nudillos alrededor del ramo de flores hasta que mis sentidos me volvieron a traer de vuelta hasta el hecho de que Any no era la pu*ta de Julie y que ella nunca me haría nada de ese calibre.
Aun así, el miedo seguía estando ahí. ¿Había bajado la guardia solo para que me volvieran a jo*der?
Atormentado por la desolación que se reproducía como un disco de vinilo bajo el brazo fonocaptor de un viejo tocadiscos, me costó la misma vida obligar a mis pies a que avanzaran. Era como si estuvieran atrapados en dos bloques de cemento que hubieran tirado al fondo de un río de aguas turbias, arrebatándoles la libertad necesaria para salir nadando hasta la superficie, dar una bocanada de aire y respirar otra vez. El corazón me estaba dando una puñetera charla motivacional, pero la agonía ante la posibilidad de que Any pudiera haber caído bajo el misterioso encantamiento de David eclipsaba la confianza que le había dado con tanta facilidad. ¿Qué cojones veían las mujeres en él?
Un grito proveniente de algún lugar de dentro de la casa me sacó de golpe de mi tren de pensamientos mórbidos.

—¡Zo*rra!
Era la voz de David, enfurecida y llena de veneno.
El ramo y mi maletín cayeron al suelo al siguiente sonido y los pelos de mi nuca se me pusieron como escarpias.
El grito de Any fue una súplica desesperada, y yo me acerqué a la puerta a pasos agigantados. Sin pensármelo dos veces, me lancé contra la puerta.
Tenía el cuerpo tan entumecido que ni siquiera sentí el dolor que debería haber sentido en ese frenético intento de llegar hasta ella.
La violenta escena apareció ante mis ojos; ese pedazo de ca*brón hijo de puta había lanzado a mi chica al suelo. En la mejilla estaba empezando a salirle un moratón enorme, y estaba claro que una mano igual de grande había aterrizado allí meros segundos antes. Las lágrimas corrían por sus mejillas y tenía los ojos cerrados con fuerza.

¡Le había puesto las manos encima a mi chica!
Una miríada de emociones que pareció tener vida propia se apoderó de mi corazón. Mientras estas cobraban forma, un espectro completo de colores me nubló la vista y me dejó indefenso ante la maníaca bestia que yacía latente en mi interior. Los espantosos verdes se transformaron en empapados azules de terror. La violenta medianoche se convirtió en un enfurecido naranja consumido por el disgusto hasta que mi visión estuvo enardecida por un rojo demoníaco que ardía con la intensidad de la ira. Y entonces todo se volvió negro con la venganza que cada microscópica célula de mi cuerpo necesitaba cobrarse.

—¡Suéltala, hijo de pu*ta!
Apenas registré mi propio movimiento antes de agarrar a David con fuerza y lanzarlo a través de la estancia, lejos de mi chica. Any alzó la mirada hasta mí y todo en mi interior me gritó para que le proporcionara el consuelo que sabía que necesitaba, pero la fuerza impulsora de hacer que David pagara por lo que había hecho ganó la batalla.
La furia me consumió hasta que estuve poseído y sin control sobre mi propio cuerpo. Lancé y repartí puñetazos, él me estampó de espaldas contra la pared, y luego Any cruzó la habitación y aterrizó sobre la espalda de David. Y cuando se la quitó de encima con un bofetón como si no se tratara más que de un insignificante mosquito, yo di el latigazo cual goma elástica que se hubiera estirado más allá de sus posibilidades. Ya había tenido suficiente de luchar con él como si fuéramos un par de chavales flacuchos forcejeando por conseguir el dominio sobre el otro en el patio de un colegio. Yo quería sangre. Quería seguir propinándole tal paliza hasta que la mínima fuerza que mantenía vivo a esa patética excusa de ser humano se desvaneciera y lo abandonara.

Un millón de placeres culpables |Anahi y Alfonso| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora