40 millones de tumbas. Y la locura no descendía. 55 millones, y el número se incrementaba. Los cielos se tiñeron de gris, y ni siquiera el sol se atrevía a pasar. Fuego, llamas por todos lados. Las grietas se llenaban de charcos de sangre. Una espesa neblina inundo los callejones. La comida escaseo a tal punto, al igual que el agua, que las personas se habían convertido en momias vivientes, deambulado entre la niebla de la guerra, buscando algo que comer. Sin más opción, que alimentarse de los cadáveres. No importaba el año, pues la gente dejo de darle importancia a las fechas. Después de todo, estaban varados en el infierno, y lo menos que querían era saber el tiempo que estarían en él.
Aristide Briand fue encontrado y profanado por sus propios hombres, víctimas de la rabia. Murió en su oficina. Ahora, solo había huesos y pedazos de un saco manchado. Su mujer, tuvo un peor destino.
Las iglesias fueron bombardeadas. Los hospitales se convirtieron en cementerios cerrados por la Gripe amarilla. No había razón alguna para vivir en el páramo, pero el instinto de supervivencia era superior al sentido común.
Ya no importa. La nación estaba en llamas. Era tierra de nadie.
La revolución fue opacada por la anarquía y la locura colectiva. Tras los bombardeos de Limoges, Marseille, Montpellier, Toulouse, Bordeaux, Nantes y Rennes, el país quedo exiliado de Europa, lejos de la gran guerra, pero inmerso en su propia pesadilla armada. Las provincias costeras fueron aisladas de las centrales por una gran muralla de hormigón. El horror biológico había sido exiliado lejos de las personas. Sin poder salir de su escudo protector, tuvieron que sobrevivir con lo que tenían. No era nada sencillo ciertamente, y por la quema de combustible, no entraba ni un solo rayo de sol, haciendo de las siembras algo imposible. Solo legumbres y algunos cereales podían germinar bajo estrictas condiciones, y las verduras ciertamente, gracias a alteraciones genéticas, podían crecer aun en la sombra, pero el sabor, no era el mismo. Frutas exóticas como piñas, mangos o hasta las fresas y frutos del dragón, eran un tesoro que costaba millones.
Viejas costumbres revivieron en algunos lugares, y el clasismo aumento. El ego se había convertido en una peste.
Noviembre 29. El invierno se hallaba a la vuelta de la esquina. No eran noticias que preocupasen a las metrópolis que contaban con calefacción y ropa abrigadora a la moda. Inconscientes ignorantes, pues la comida que consumen, viene de los pueblos que, si sufren de aquella temporada, sufriendo tanto como los pobres cultivos, pobres como ellos que, a pesar de venderle a las grandes ciudades, la paga es una miseria y no alcanza para lujos como un cálido refugio y si quiera abrigos suficientes. Su emancipación era más poderosa que su libertad. Algo que, si sus ancestros revolucionarios vieran, se decepcionarían con horror.
El invierno se acercaban, al igual que la temporada de nieve y lluvia. En tanto se anunció en el periódico, la gente se preocupó por la humedad en el aire y la gran cantidad de mecanismos de calidad barata que se arruinarían. Maquinaria que abundaba al ser bastante accesibles. Pero ¿qué más se podía hacer? Solo bastaba con guardar en bodegas cosas que no eran necesarias en el momento. Cosa que varios oportunistas con propiedades hacían bastante felices, y cobraban un pastizal por guardar propiedades por un tiempo predeterminado, rentando incluso sus sótanos y habitaciones con
Las calles adoquinadas serpentean entre edificios de piedra y metal, cuyas fachadas están adornadas con tubos de cobre y complicados mecanismos que parecen tener vida propia.
Las lámparas de gas iluminan tenuemente las callejuelas, sus luces parpadeantes creando un ambiente de misterio y encanto. El vapor se eleva de las rejillas en el suelo, envolviendo a los transeúntes en un velo etéreo que difumina los contornos de la realidad. En cada esquina, pequeños puestos de mercado ofrecen todo tipo de artilugios mecánicos y repuestos, sus dueños gritando ofertas mientras ajustan diminutos engranajes con manos expertas.
Los edificios más altos, coronados con chimeneas humeantes, dominan el horizonte. Sus relojes gigantescos marcan el paso del tiempo con un tic-tac rítmico que resuena por toda la ciudad. En los niveles inferiores, las tiendas y talleres están siempre llenos de actividad. Los herreros forjan piezas metálicas al ritmo de los martillos, mientras los relojeros ajustan con precisión los complejos mecanismos de los cronómetros. Los trenes de vapor recorren la ciudad en un intrincado sistema de raíles elevados, sus silbidos agudos rompiendo la monotonía del constante murmullo de las máquinas. En las estaciones, la gente se agolpa, vestida con ropas llenas de remaches y correas, reflejo de una moda que combina lo funcional con lo estilizado. Los zepelines cruzan el cielo, sus sombras enormes proyectándose sobre las calles, transportando tanto personas como mercancías a destinos lejanos.
En el centro de Conquet, una gran plaza se abre como un respiro en el apretado entramado urbano. Aquí, fuentes impulsadas por mecanismos de vapor lanzan chorros de agua en complicados patrones, y músicos callejeros tocan instrumentos híbridos, mezcla de lo acústico y lo mecánico. La vida social de la ciudad se congrega en este espacio, donde las conversaciones sobre la guerra se mezclan con discusiones sobre los últimos avances tecnológicos.
A pesar del trasfondo constante de noticias de la guerra, la gente se mantiene enfocada en sus vidas diarias y en la innovación. Los periódicos, impresos en grandes y ruidosas prensas de vapor, se distribuyen rápidamente, manteniendo a todos informados sobre los acontecimientos más recientes. Sin embargo, la verdadera esencia radica en su capacidad para prosperar en medio de la adversidad, su espíritu indomable reflejado en cada chispa que salta de un yunque y en cada rastro de vapor que se disuelve en el aire.
Las calles adoquinadas, cubiertas por una capa de humedad, parecían un laberinto de sombras y luces titilantes de las lámparas de gas. El cielo, siempre encapotado, añadía un toque de melancolía a la ciudad. Conquet se encuentra ahora envuelta en una cruda nevada invernal, un manto blanco que cubre todo a su paso. La nieve cae en silencio, amortiguando cualquier sonido y sumiendo a la ciudad en un inquietante silencio. Las calles adoquinadas, generalmente llenas de actividad, están desiertas y resbaladizas, un reflejo de la desesperación y la dureza del invierno.
Las lámparas de gas apenas logran penetrar la densa oscuridad de las noches invernales, sus luces parpadeantes creando sombras siniestras que se extienden por las callejuelas vacías. Las chimeneas de las fábricas y hogares escupen humo negro, un contraste sombrío contra el blanco puro de la nieve, recordando constantemente a los habitantes la lucha por el calor y la supervivencia. La policía local patrulla las calles con un propósito implacable. Envuelto en abrigos pesados y armados con porras, el cuerpo policial se mueve con eficiencia militar, su misión clara: desalojar a los evasores de impuestos y arrestar a los vagabundos y desempleados. Las puertas de las casas son golpeadas sin piedad, y los gritos de protesta de los desalojados resuenan en el aire helado. En los barrios más pobres, la desesperación es palpable. Familias enteras son desalojadas de sus hogares, forzadas a enfrentar el frío sin refugio. Las hogueras improvisadas, encendidas en callejones y plazas, son los últimos bastiones de calor para aquellos que han sido expulsados. Los vagabundos, muchos de ellos sin trabajo debido a la guerra, son arrastrados a la fuerza a los centros de reclutamiento, donde se les ofrece una elección brutal: unirse al ejército francés o enfrentar un destino incierto.
Las comisarías están llenas hasta el borde. Los oficiales, cansados y con el semblante duro, revisan interminables listas y expedientes, sus rostros iluminados por la tenue luz de las lámparas de gas. Las celdas están abarrotadas de hombres y mujeres, muchos de ellos esperando ser transportados a los frentes de batalla.
Las tiendas y talleres luchan por mantenerse abiertos. El frío penetra en los edificios, haciendo que cada tarea sea más ardua y agotadora. Los inventores y artesanos trabajan con manos entumecidas, sus mentes abrumadas por la presión de encontrar soluciones en medio del caos. El calor de las forjas y los hornos apenas es suficiente para contrarrestar el frío que se filtra por cada grieta.
En la plaza central, la fuente es un monumento helado, una obra de arte transformada en una prisión de hielo. Los pocos vendedores que se atreven a salir ofrecen alimentos y bebidas calientes, sus rostros marcados por la fatiga y la preocupación. Las conversaciones son breves y llenas de pesimismo, cada intercambio una lucha por encontrar algo de esperanza en un entorno cada vez más hostil. La combinación de la represión policial y las duras condiciones climáticas ha transformado a la ciudad en un lugar sombrío y desolado, donde la lucha por la supervivencia es más evidente que nunca. Los habitantes, con sus espíritus abatidos, siguen adelante en un ambiente impregnado de tristeza y resignación, buscando cualquier chispa de esperanza en medio de la adversidad implacable.
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CONQUET
Historische RomaneUna recopilacion de relatos entrelazados en un mismo mundo.