Prólogo

122 9 2
                                    

El teléfono sonó sobre el buró.

– Diga – dijo ella apenas se lo acercó a la oreja.

Recostada sobre las blancas sábanas de algodón, tuvo la sensación de la brisa entrar por su ventana. Imposible, la cerró antes de acostarse. 

Escuchó un suspiro a través de la línea. 

– ¿Diga? – insistió la futura víctima. 

– Estoy aburrido – dijo una voz ronca y mecánica –. ¿Tú no estás aburrida, Francis? 

Francis Fernández esbozó una sonrisa y colgó el teléfono. Seguramente era alguno de sus amigos gastándole una broma. Se cubrió con las cobijas hasta la cabeza y dejó el dispositivo bajo su almohada. Era tarde y en la mañana tenía escuela a primera hora. 

Volvió a sonar el teléfono. Francis volvió a contestar.

– Qué quieres – dijo.

– Quiero divertirme, no me cuelgues... – insistió la voz extraña. 

– ¿Quién eres? Mira, ya es tarde y la verdad es que estoy muy cansada – Francis bostezó –. Si quieres podemos hablar mañana. Nos vemos en la escuela y así.

Un silencio espectral. 

– ¿Qué cosas dices? Mañana no estarás disponible – insistió la voz. 

Francis soltó una carcajada. 

– Qué quieres, ¿quién eres? ¿Damon? 

- ¿Quieres saber qué cosas pervertidas pasan en el interior de mi cráneo? – preguntó la voz.

Francis entrecerró los ojos, colgó de nuevo y se sentó sobre la orilla de la cama. Fue a peinarse ante el espejo y miró la ventana que, efectivamente, estaba abierta. Frunciendo el entrecejo y yendo a cerrar, el teléfono sonó por tercera vez. Se apresuró a contestar.

– Mira, ya estuvo bien – dijo, alzando la voz –. Qué quieres, Damon. 

– Cuélgame y te mato – amenazó –. No estoy jugando, Francis. Puedo verte desde aquí, acabas de cerrar la ventana. 

Ella aún frente a la ventana, recorrió la cortina.

– ¿Damon..?

Impulsivamente de prisa, se aproximó a la cama y miró debajo de ésta. A  Francis le cayó el pelo sobre la cara y apretó los labios. 

– No, no estoy bajo la cama – dijo la voz. 

Ella miró hacia el clóset; las puertas entreabiertas.

– Tampoco en el armario – soltó una risa –. No soy tan cliché, Francis. 

Francis fue incapaz de hablar. 

– Me encanta verte luchar en busca de las palabras – dijo el acosador. 

Francis percibió cómo la ventana volvía a abrirse a sus espaldas. 

– Fran, ¿quieres saber porqué mañana no estarás disponible? – preguntó la voz.

– No...

– ¡Ay, vamos! ¡No dejes morir la conversación! – exclamó –. De saber que eras tan aburrida, habría buscado a alguien más divertida para acechar. 

– Quizá deberías.

En eso, se escuchó caer algo, pero Francis no supo qué. 

– Te mentí, Francis – dijo la voz –. Sí estaba en el armario.

– ¿Estabas? – a ella le tembló la voz. 

– Sí... 

Francis dio la media vuelta, temerosa. De entre la oscuridad saltó una figura alta, corpulenta y vestida de negro; parecía un espectro deslizándose entre las sombras y esa máscara horrorosa blanca brilló al recibir el destello de la luz de las farolas que se colaban por la habitación.

¿Cómo era posible? No pudo escuchar su voz, pensó Francis. 

– ¿Qué pasa, Francis? Parece que viste a un fantasma – dijo Ghostface –. ¿Qué te parece si cierras los ojos?

Francis, estiró el cuerpo y se lanzó sobre la cama, agarrando una almohada y comenzando a golpear al intruso. 

– ¡Deberías tratar con algo más duro, Fran! – exclamó él.

Ella saltó fuera de la cama y él, queriendo alcanzarla, se tropezó con su propia túnica. Aprovechando la torpeza del intruso, Francis abrió la puerta y salió corriendo. 

– ¡No corras, Francis! – gritó Ghostface, incorporándose en el suelo y sacando un cuchillo de entre su ropa –. ¡Todavía queda mucho por hacer! ¡Además, cerré todas las puertas! ¡No soy el asesino idiota que ves en las películas! 

Fran bajó las escaleras rápidamente, con el teléfono en las manos. Intentó marcar a emergencias, pero entre el frenesí se tropezó cayendo y golpeándose la cabeza. Quiso levantarse, pero notó un dolor abrasivo en su tobillo derecho. Vio al intruso al inicio de las escaleras, saludándola con la mano. 

– ¡Por favor, Fran! No puedes ser tan estúpida, ¿estás segura de que esto es todo lo que darás? Te imaginaba más como del tipo... Difícil. 

Francis dio vueltas por el piso en busca de su celular. Cuando lo encontró, notó que éste se había estrellado y la tinta se había regado. Comenzó a berrear, desesperada. 

Ghostface la sujetó por las piernas y la arrastró hasta la cocina.

– Así de vulnerable, no me dan ganas de destriparte – dijo.

– Por favor.... ¡Por favor, no me mates! – gritó Francis.

– Bueno, ¡sí me prende bastante que ruegues! ¡Me regresaron las ganas! – exclamó Ghostface alzando el cuchillo.



Por favor, señor GhostfaceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora