10] Comer y emborracharme

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Víctor puso a Rodrigo en el suelo. El hombrecillo llevaba el pelo despeinado y una mirada de asombro muy chistosa.

Víctor sonrió.

—¿Es allí, hombrecillo?

—Esto... sí, esa es la ciudad —respondió Rodrigo confuso.

—Bien, muchas gracias —dijo Víctor—. Eres libre de irte si quieres. Soy un hombre de palabra.

El gigantesco hombre se dio la vuelta y observó el sol, que se alzaba rápidamente sobre las montañas que había en el este. Víctor tomó una profunda calada de aire fresco; rebosaba energía y fuerza, pero tenía mucha hambre. Llevaba demasiado tiempo alimentándose a través de un tubo.

De pronto, recibió una orden de su cerebro y comenzó a andar a paso vivo. Tenía que llegar cuanto antes a la ciudad. Necesitaba comer algo y emborracharse, se lo merecía después de tanto tiempo.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Rodrigo en voz alta, avanzando tras él.

—Comer y emborracharme —dijo Víctor sin detenerse—. Llevo mucho tiempo en ese maldito... sarcófago.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé —dijo Víctor, deteniéndose. Se lo pensó con tranquilidad y dijo—: Unos dos años, creo. Nos engañó la única persona en la que podíamos confiar. Es una larga historia y no me apetece hablar. Quiero comer.

Y, de nuevo, continuó su camino hacia la ciudad. Rodrigo lo siguió como pudo. Aunque solo andaba, lo hacía rápido y sin remilgos, dando enormes zancadas.

—¿Cómo es que terminasteis allí? —se atrevió a preguntar Rodrigo.

—Te he dicho que es una larga historia —dijo Víctor, molesto. Recapacitó y sintió un impulso irrefrenable de hablar—. Nací en La Limia, un asentamiento al oeste de aquí. Pasé la mayor parte de mi infancia en una casa de los suburbios. Mis padres no tenían mucho dinero; nos dedicábamos a cosas del campo, ser autosuficientes. Yo los admiraba mucho. Ellos murieron protegiéndome, ¿sabes? Era unos verdaderos héroes. Sin embargo, no evitaron que un grupo armado me secuestrara cuando tenía quince años. Pertenecían al Arca de la que acabamos de salir. Hacían experimentos con gente como yo. Así obtuve mis poderes a los dieciséis años, cuando esta gente me hizo tocar restos del meteorito que destruyó el planeta. Me entrenaron para ser un soldado. Una mujer lo hizo, era mi tutora y la de mis tres compañeros. Era una mujer fuerte, guapa e intimidante, pero a mí me trataba bien. Me gustaba entrenar con ella, era lo único positivo de aquel lugar. Y todo para que, al final, fuese ella quien nos encerrara en esos sarcófagos de metal, alegando que quería "protegernos".

Rodrigo permaneció mudo, incapaz de responder.

—¿Te vale? ¿O vas a seguir dando la chapa?

—Me vale —dijo Rodrigo, cohibido.

No volvió a molestarlo y se centró en seguirle el ritmo, que no era tarea fácil.

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El aire de la mañana era frío, cortante y sonoro, y Sandor lo sentía azotar su cara con violencia. Hizo una mueca de desagrado y miró a Sandra.

—¿Tú que hacías? —le preguntó, entrecerrando los ojos.

—Puedo crear ilusiones y alterar la realidad —respondió Sandra—. Así que no me calientes, que soy de gatillo fácil.

—Que útil —dijo Sandor con desdén—. Perfecto para recorrer largas distancias.

—¿Y tú, listillo? —le contestó Sandra de mala manera—. ¿Qué puedes hacer?

Crónicas del Apocalipsis: El Despertar de las AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora