18] El asalto

39 22 1
                                    

Había pasado un tiempo considerable desde que Celeste y los demás salvaron Nueva Esperanza del ataque, pero los vecinos seguían mostrándoles su apoyo con bonitos gestos y regalos.

Cada día, decenas de personas los paraban por la calle para que les firmaran un autógrafo o se tomaran fotos con ellos. Para Miguel y Ana, los más introvertidos, aquello era una molestia. La fama no les gustaba, y aun así, parecían los más buscados por haber salido en el programa Noticias tras el Apocalipsis.

Ahora vivían en una casa en las afueras, donde nadie podía molestarlos. La compraron con el dinero que les entregó el alcalde en el acto de despedida de su mandato. Estaban muy contentos, ya que era difícil que alguien los interrumpiera en ese lugar.

Sandra y Emilia alquilaron habitaciones en un hotel del centro, donde las atendían como a reinas. Les llevaban el desayuno, les lavaban la ropa, les preparaban baños... un lujo al que enseguida se acostumbraron.

Por su parte, Adrían, Celeste e Indra alquilaron habitaciones contiguas en el edificio más alto de la ciudad, La Torre de Hércules, junto a Óscar y Javier. De hecho, fueron ellos quienes les recomendaron aquel lugar.

Mientras estuvieron en el hospital, se reunían y hablaban de sus vidas todos los días. Intercambiaban recuerdos y vivencias pasadas y compartían la mayor parte del tiempo. Se pasaban las tardes hablando, riendo o esperando a que sus amigos se recuperasen. Sin embargo, una vez salieron, el grupo se dispersó por la ciudad y perdieron el contacto.

Ana sabía que estaba mal; debían permanecer unidos, pero no podía obligar a nadie a hacer nada. Ella no quería visitar el centro debido a la cantidad de gente que los conocía, y los demás estaban demasiado ocupados para ir a visitarlos en los suburbios. Hablaban por teléfono cada día, pero no era lo mismo que verse en persona. Además, Ana llevaba días teniendo sueños raros y amenazadores, y lo último que quería era soportar el estrés que le generaba la ciudad.

Estaba preocupada y, una tarde cualquiera, después de un mes desde el ataque, tuvo que comentárselo a su hermano

—Se avecina una guerra —dijo Ana en voz alta. Ambos estaban sentados en el porche de su casa, contemplenado el atardecer.

—¿Lo has visto?

—Sí, y está más cerca de lo que pensamos. —Ana suspiró y miró a su hermano con tristeza—. Y no veo forma alguna de que salgamos bien parados de ello.

—Podemos huir —dijo Miguel—. Avisamos a los demás y a los humanos, y nos vamos.

—¿Abandonarías a toda esta gente?

Miguel dudó; había hablado sin pensar, porque ahora que lo hacía, no se veía a sí mismo huyendo.

—No, creo que no.

—Entonces, ¿qué hacemos? —le preguntó su hermana.

—Reunamos a los demás e intercambiemos impresiones —propuso Miguel—. Hace mucho que no nos juntamos.

—Es buena idea —dijo Ana—. Aunque tú solo quieras hacerlo para ver a Sandra.

—No lo hago solo por ver a Sandra. Adrián y Celeste también me caen bien. Y Emilia a veces. La otra chica no puedo decirte, porque solo he hablado con ella una vez.

—¿Indra? —preguntó Ana—. Ya, yo tampoco. Todavía sigue afectada por lo de su novio.

Hubo una pausa y Miguel se levantó.

—Venga, vayamos ya, a ver si todavía llegamos para cenar.

—¿Al Ristorante? —preguntó Ana, esperanzada.

Crónicas del Apocalipsis: El Despertar de las AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora