Epílogo

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El sol del atardecer bañaba la devastada tierra con una luz dorada, que contrastaba con las sombras alargadas de las colinas lejanas

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El sol del atardecer bañaba la devastada tierra con una luz dorada, que contrastaba con las sombras alargadas de las colinas lejanas. La vieja furgoneta oxidada, testigo mudo de tiempos mejores, se erguía sobre una colina como un centinela olvidado.

Sus ventanillas estaban rotas, el metal corroído por años de abandono y la pintura desvaída por el implacable paso del tiempo. Graffitis descuidados y garabatos cubrían la chapa, señales de que otros antes que ellos habían pasado por ahí, dejándola atrás como un recuerdo de algo que no volvería.

Sobre el techo de la furgoneta, dos figuras se sentaban en silencio, observando el horizonte. Eran jóvenes, pero en sus ojos se reflejaba la sabiduría de quienes han visto demasiado, de quienes han sobrevivido a un mundo roto.

La chica, con el cabello oscuro cayendo en suaves ondas sobre sus hombros, mantenía una expresión serena, aunque sus labios apretados delataban la tensión que intentaba ocultar. Su mirada estaba fija en la distancia, en un punto indefinido entre las nubes teñidas de rosado y el cielo moribundo.

A su lado, una chica más joven señalaba algo en la lejanía, sus ojos brillando con una mezcla de curiosidad y temor.

—Mira, allá... ¿lo ves? —susurró ella, casi temiendo romper el hechizo de aquel crepúsculo. La chica asintió, aunque no apartó la vista del horizonte.

—Sí, lo veo... —respondió ella en un tono grave, que parecía cargar con el peso del mundo—. Es Nueva Esperanza, o lo que queda de ella.

—¿Crees que haya alguien vivo aún? —preguntó la niña, con la voz quebrada por la incertidumbre. La chica hizo una pausa, evaluando sus palabras antes de hablar.

—Si lo hay, pronto no lo estarán... —respondió finalmente—. Los portadores no dejarán nada a su paso. Debemos decidir si nos unimos a ellos, o si seguimos hacia el norte, hacia Lavender.

La niña apartó la vista de la ciudad, mirando a su hermana con una mezcla de miedo y admiración.

—¿Y tú qué crees que deberíamos hacer, María?

Ella suspiró, apartando una hebra de cabello de su rostro mientras bajaba la mirada al suelo.

—No lo sé, Alba. No lo sé. Pero debemos movernos antes de que caiga la noche. Aquí ya no estamos a salvo.

Alba asintió, confiando en su juicio. Lentamente, ambas se deslizaron desde el techo de la furgoneta hacia el suelo agrietado, sus pasos resonando en el silencio del anochecer. Mientras se alejaban, el crepúsculo comenzaba a engullir el paisaje, y la vieja furgoneta se quedaba sola una vez más, guardando los secretos de aquellos que alguna vez buscaron refugio bajo su sombra.

El destino de las hermanas aún era incierto, pero algo era seguro: en un mundo donde la esperanza se desvanecía tan rápido como el sol, la única constante era la lucha por sobrevivir.

Crónicas del Apocalipsis: El Despertar de las AlmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora