Capítulo 10

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Tres días más tarde, Max está a en su despacho acristalado de la villa tratando de concentrarse en una hoja de cifras, pero en lo único en que podía pensar era en volver a la cama con Sergio. Si por él fuera, estaría con el pelinegro acostado a la hora del café, del almuerzo… pero no tenía opción, entre otras cosas porque Sergio nunca estaba en casa durante el día. Max se sentía algo irritado por la cantidad de tiempo que pasaba fuera.

Sergio sirvió otra comida al grupo de turistas ingleses que estaban sentados en la taberna.
Hacía un calor insoportable, le dolían los pies y estaba agotado tras pasar otra noche sin dormir.

—Una ensalada griega grande, - dijo colocando el plato en el centro de la mesa. Entonces se oyó el motor de un coche deportivo, y unos instantes más tarde, Max entró en el restaurante como si fuera el dueño.

En cuanto lo vio, sus ojos reflejaron un poderoso deseo sexual. Sergio sintió que le temblaban las piernas y el corazón le latía con fuerza. Pero sonrió débilmente y se acercó a él.

—Hola. Menuda sorpresa. ¿Te pongo algo de beber?

—¿Se puede saber que estás haciendo?
El pecoso vio por el rabillo del ojo al duelo de la taberna.

—Trabajar. Y ahora no puedo hablar contigo. Es la hora de comer y estamos a tope, - Sergio hizo amago de marcharse, pero él lo sujetó con garras de acero.

—¿Estás trabajando? – pregunto Max sin dar crédito a lo que oía - ¿Y por qué?

—Por la misma razón que todo el mundo, - le dirigió una sonrisa de disculpa al dueño, - porque necesito el dinero.

—Te di una tarjeta de crédito. – le recordó Max entornando los ojos. – No necesitas dinero.

—Quiero tener mi propio dinero, entre otras cosas para pagarte, - todo el restaurante los estaba mirando, y el ojimarrón trató una vez más de soltarse. Pero Max lo sujetó con más fuerza.

—Tenemos que hablar. Vámonos de aquí.

Max le dijo unas cuantas frases al dueño de la taberna, que asintió vigorosamente con la cabeza.

—Lo siento, —movió las manos en dirección de Sergio animándose a marcharse. – No sabía quién eras.

—Eres mío, - aseguró él con firmeza. – Nos vamos de aquí.

—¡Espera Max!, - exclamó Sergio mientras lo metía a la fuerza en el coche. - ¡Éste es mi trabajo!

—No vas a trabajar ahí – afirmó apretando los dientes por la furia. – No estoy dispuesto a ver a mi chico sirviendo copas en un bar.

¿Su chico?

—Suenas como un cavernícola. – y, sin embargo, la frase de Max, aunque posesiva, le había provocado escalofrío por el cuerpo.

Él murmuró algo en neerlandés, visiblemente exasperado.

—Admiro tu principio y tu deseo de ser independiente, pero has ido demasiado lejos, - dijo con rabia contenida mientras avanzaba con el coche. – Todo lo que está pasando no es normal. Desde que llegaste a la isla no he podido concentrarme en nada. Nunca me había pasado, ni tampoco discutir en un lugar público, ni olvidarme de los métodos anticonceptivos… Estoy perdiendo el control.

Sorprendido ante el valor de aquella confesión, Sergio se pasó la lengua por los labios.

—No eres un hombre al que le guste perder el control, - aseguró poniéndole la mano en el muslo y sintiendo sus músculos. - ¿Qué vas a hacer al respecto?

Max exhaló un suspiro y se pasó las yemas de los dedos por la frente.

—Para empezar, voy a llevarte a la villa para no tener que pasarme toda la jornada laboral siguiéndote la pista, - aseguró atrayéndolo hacia sí. – A partir de ahora quiero saber en dónde está en cada momento del día. Tu mundo se reduce al dormitorio y a la piscina.

—Pero yo necesito trabajar, - protesto Sergio.

—Vas a estar demasiado ocupado,— aseguró apretándole contra su pecho. – Y te olvidaras de esa tontería de trabajar.



Más tarde, aquella noche Max entró en la terraza para cenar, saciado y lleno de energía tras una tarde extremadamente satisfactoria. A una sesión maratónica de sexo explosivo le siguió una buena sesión de trabajo y estaba deseando que llegara la noche para volver a estar con Sergio.

Su padre ya estaba sentado a la mesa.
Max acercó una silla a su lado y se estaba preguntando dónde estaría el pelinegro cuando lo vio salir por la puerta que daba a la cocina con unos platos en la mano.

—¿Por qué sirves tú la comida? – le pregunto sorprendido.

—María está ocupada con el dentista, - dijo colocándose un plato a cada uno delante. – Prueben este platillo. La he hecho yo, es una comida tradicional de México, María dice que está buena, pero tal vez sólo quería ser amable.

—¿Has estado cocinado? – pregunto Max sin salir de su asombro. – No es necesario que lo hagas. Para eso está María.

—Ya que no me dejas ganar dinero, quiero contribuir con algo. Eres muy anticuado ¿sabes?

Consciente de que su padre estaba observando la escena muy divertida, Max apretó los dientes.

—Está deliciosa, - aseguro Toto probando una pequeña cantidad. – No le hagas caso a Max. Mañana puedes volver a cocinar para mí. Y todos los días, si quieres.

Consciente de que cuanto más rápido comiera, antes terminaría la velada, Max se acabó rápidamente el plato y se sirvió otro para darle gusto a Sergio. Finalmente, su padre bostezo y se levantó de la mesa. Max hizo lo mismo al instante y se llevó a Sergio para la habitación.

—¿No quieres café? – él gimió cuando lo estrechó contra sí.

—No – gruñó deslizándose los labios por la curva del cuello. – Ni tampoco quiere hablar. De hecho, lo único que quiero es a ti. Desnudo.

Sergio echó la cabeza atrás y cerró los ojos.

—No hagas eso. No puedo pensar cuando haces eso

—No quiero que pienses, - murmuró deslizando la mano por la curva del trasero. – Eres perfecto. Mi padre te adora, -dijo inclinando la cabeza para besarle de nuevo el cuello. –Estás jugando un papel muy importante en su recuperación y te lo agradezco mucho.

—Yo lo adoro, - Sergio se apartó y le sonrió. – De hecho, te envidio por tener un padre así
Hubo algo melancólico en su tono que llamó la atención de Max.

—¿Tu padre vive?

El rubio percibió su repentina tensión. Sergio se apartó de él.

—Mi madre y él no… - se detuvo – No mantuvieron contacto. No sé dónde está ahora.

—¿Nunca has intentado localizarlo?

—No. - Sergio se quedó muy quieto, dándole la espalda.

—¿Es él la causa de tus inseguridades?, - Max le puso las manos en los hombros para obligarlo a girarse. - ¿Por eso tienes una opinión tan baja de ti mismo?

Sergio guardó silencio durante un instante y luego se puso de puntillas para besarle la boca con la suya.

—Bésame, Max – murmuró con voz suave, - Deja de hablar y bésame.

Él se dio cuenta de lo poco que sabía de su vida, pero el roce de su boca apartó cualquier pensamiento racional de su cabeza. Lo único que quería hacer era quitarle la ropa y explorar y lujurioso al detalle.

Arrastrado por la poderosa fuerza de su libido, Max lo tumbó sobre la cama y, tras desnudarlo con cierta desesperación se colocó encima de él y le separa las piernas. Sus muslos de seda rozaron los suyos, y Sergio se arqueó, expectante.

Respondiendo que cualquier otra cosa que hubiera experimentado jamás, entró en su húmedo y suave interior. El ojimarrón gimió y le clavó las uñas mientras repetía su nombre una y otra vez hasta que Max sintió cómo el orgasmo le atravesaba el cuerpo, arrastrándolo hacia el abismo del éxtasis.
Después, ninguno de los dos habló.

Tras lo que pareció una eternidad, Max se colocó sobre las almohadas y lo estrechó contra sí.

—Dime por qué trabajas de limpiador.

—Fue el único trabajo que encontré en París, - dijo tras una pausa.

—¿Dónde vivías antes de ir a París?

—En Mónaco. Antes estuve en España y antes en la India, Australia, Nueva Zelanda, México que es donde nací …  No soy persona de echar raíces.

—¿Fuiste a la Universidad? – pregunto Max colocándose de lado para mirarlo. Pero Sergio desvió los ojos.

—No, no fui, - respondió con voz apagada. – No me daba bien el colegio. No me gustaba,— se movió con brusquedad, como si algo le hubiera molestado. – Estoy cansado, Max. Buenas noches, se dio la vuelta y le dio la espalda, dando claramente por finalizada la conversación.

Max se quedó observando en silencio la tensión de su cuerpo.

Cuando estuviera más relajado, quería seguir hablando de su vida, quería entenderlo.

Lo abrazo por detrás. No le importaba que le diera la espalda al dormir, pero no iba a permitir que se cerrará a él.

Un cazafortunas ¿virgen?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora