Capítulo 3

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Sabor a nada

¿Podríamos jugar a qué es real esta fantasía?
Hagamos como que existe un destino que se diga feliz;
Ven, disfrutemos de esto aunque no pueda llamarse amor;
Jamás seríamos uno a los ojos de este mundo,
Pero podríamos unir nuestras almas en un doloroso deleite;
Acompáñame, y deja que llegue la muerte mientras tomo tu mano.
...

Creo que durante una buena temporada de mi vida, el puesto de mesero en el La Gueule de Saturne fue el único empleo que logré mantener por un mes. Vincent Charbonneau era el nombre de mi jefe, ese hombre fumador que me había ofrecido el trabajo. "Vince", lo llamé la primera vez, él me corrigió y me dijo que lo llamara chef, pero cuando volví a llamarlo por ese apodo simplemente me dijo que lo llamara Vincent.

Él no era el hombre más paciente, así que me sorprendía que no me hubiera despedido. Para ser franco, pensé en renunciar cuando lo vi acercar el rostro de un cocinero a la estufa por un error que este último cometió, y pensé que yo mismo sería despedido cuando accidentalmente rompí una bolsa de basura al sacarla al callejón. No sabría si decir que lo que recibí fue mejor o peor que un despido, pero si se decir que nunca vi a otro de mis jefes (o cualquier otra persona, en realidad) reaccionar de un modo tan extraño y contradictorio, pues si bien me dio una bofetada que me dejó helado por unos segundos también vendó la herida que un trozo de vidrio que venía dentro de la bolsa había hecho en mi mano. Fue un gesto amable, creo que hasta se lo hubiera agradecido de no ser por el golpe que me dio, eso y que podría jurar que lo vi lamerse los dedos con los rastros de la sangre de mi herida antes de entrar a su oficina.

El punto es que creo que de alguna manera terminé sintiendo cierta pertenencia al bistro en el que trabajaba, quizás hasta gané cierto aprecio por el idiota insensible que era mi jefe, tan carismático con los clientes y tan frío con los empleados. No es que yo pueda quejarme, debo admitir que él presentó siempre especial paciencia conmigo. No es como si alguna vez me hubiera subido el sueldo, pero si que me dejaba tener conversaciones ocasionales con él en mis descansos y me dejaba llevarme las sobras de comida.

Alguna vez escuché que la alta cocina era difícil de entender, y supongo que es mi caso porque si bien los platos que me daba estaban cuidadosamente decorados (tal vez demasiado para tratarse solo de sobras) me supieron siempre amargos, pero como sea no iba a ponerme exigente, no cuando mi comida usual eran sándwiches quemados. No podía culparlo, alguna vez me comentó en una de nuestras conversaciones que perdió el sentido del gusto cuando era niño, cosa que me pareció extraña tomando en cuenta que era un chef. También confesó que le gustaban los limones porque la sensación que le causaban en la lengua le recordaba al sabor. Me vino a la mente la coincidencia de que justamente mi colonia tenía un toque de aroma a limón.

—¿Te gustaron las sobras de ayer? — preguntó Vince recargado en la pared del callejón en la parte de atrás del restaurante, supervisando que yo llevara toda la basura a su lugar al cerrar el restaurante. Recibir ese cuestionamiento de su parte se había vuelto algo usual para mí y era lo más parecido que yo tenía a qué alguien se preguntara por mí—.

—Estaban bien —le contesté con amabilidad, uno no le dice a su jefe que la comida que le da está amarga, en especial cuando era lo único que yo tenía para comer al final de cada día—.

Si bien Vince no era muy expresivo me miró con algo que interpreté como aprobación antes de que prendiera un cigarro, llevándoselo a la boca. El hombre fumaba como si el mundo fuese a acabarse al día siguiente.

Terminé de llevar la última bolsa de basura y en qué había quedado del día y para darme un respiro me recargué en la misma pared en la que él se encontraba. Sentí sus ojos analizarme, no era nada nuevo; lo que sí fue una sorpresa ver qué él acercaba el cigarro a mí, invitándome a darle una calada.

—¿No fumas, Lamoree?

Me le quedé viendo un momento, él siempre me llamaba por mi apellido, quizás me llamaba Rody algunas veces, cuando me regañaba una que otra vez en el trabajo. Negué con la cabeza y miré hacia otro lado; es cierto que quizás mi sistema resentía el tabaco en cierto modo por mi constante convivencia, pero al menos yo no fumaba por mi cuenta.

Ante mi negativa él entrecerró los ojos, poniéndome atención. Tras unos segundos exhaló el humo del cigarro en mi dirección, no había manera en la que fuera un accidente.

—¿Cuántos años tienes ya? ¿27? No creo que tengas mucho que perder o que vayas a morirte si fumas un poco —insistió con un gesto que resultaba burlón—.

—Intentas que yo también muera de cáncer de pulmón, ¿no es así?

Noté una ligera irritación en su mirada, pero no parecía realmente molesto. No sé rindió, puso el cigarro en mi mano y repitió su oferta.

Me enfoqué en los tonos brillantes en la esquina del cigarrillo, era como un recordatorio de esa persona que se supone que yo no debía ser, las cosas que no debería pensar, que debería evitar hacer... Pero tampoco se suponía que yo estaría recargado en una pared del callejón junto al bistro a un lado de mi jefe mientras anochecía, así que decidí que nada importaba de todas formas, y lleve ese mismo cigarro que él tuvo en su boca a la mía.

Me supo amargo, como la comida de su bistro. O quizás era yo el único que percibía sus platos de esa manera, así como era yo el único quien podía hablar con él en el trabajo o ser castigado y recompensado a la vez cuando cometía un error que a cualquier otro le habría costado el empleo.

No... me equivoco, no era la comida de su bistro la que sabía amarga, porque ya había yo probado una que otra cosa del restaurante y no tenían el mismo sabor, las "sobras", como él las llamaba, eran platillos que él pensaba desde un principio para mí. ¿Por qué no decirme? ¿Por qué molestarse en hacer esos platillos para un pobre diablo como lo era yo? Y aún mejor pregunta me parece: ¿Por qué estaba yo tomándole el gusto a la sensación que dejaban en mi lengua sus platillos?

No dijimos nada más, dejamos que el humo envenenara nuestros organismos un rato antes de que ambos volviéramos a casa. Fue hasta que me acosté que noté que su cigarro dejó quemaduras en mi mano, un recuerdo de un vínculo peculiar que resultaba ser lo único a lo que realmente parecían entusiastas de reaccionar mis sentidos.

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