reminiscencia

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"A veces no termino de comprender  que seas real, o que lo hayas sido. Me pregunto por qué en una cabeza tan metódica y ordenada como la mía, lo único que hay sobre ti es puro desorden. Desorden y mariposas."

Hace 16 años

"¿Cómo crees que será nuestra casa cuando seamos mayores?" Juanjo y yo llevábamos toda la tarde en una poza, bañándonos esporádicamente. En ese momento estábamos sentados sobre una roca plana, yo con la cabeza en su regazo y los ojos cerrados, cuando hizo la pregunta.

"No sé, ¿Qué te gustaría a ti?" Le pregunté, mientras entreabría un ojo para verle la cara.

"No lo sé, ese es el problema. Por eso te preguntaba."

"Bueno, me gustaría que nuestra casa estuviese abierta para todos nuestros amigos. Que hiciésemos reuniones y cocinásemos para todos, así que un jardín estaría genial. Y un salón muy grande." Murmuré.

"¿Crees que vamos a tener los suficientes amigos para eso?" Preguntó Juanjo apenado.

"Juanjo no digas eso. Tú si que tienes amigos, yo no." Le reproché. Siempre se había sentido muy mal por sus relaciones sociales en el pueblo.

"Me da tanta rabia. Es que por ser un poco diferente al resto ya eres un lastre. Martin eres una persona espectacular, que aquí la gente sea tonta pues no es tu culpa. Y ya verás que cuando nos vayamos de aquí vamos a hacer tropecientos amigos." Finalizó, más calmado.

"Me da igual tener muchos amigos o no, Juanjo. Lo que me importa es rodearme de gente buena.  Si tengo tres amigos, pues bienvenidos sean." Traté de tranquilizarlo. 

"Tienes razón pero es imposible que siendo como tú eres no hagas muchos amigos." Dijo, prácticamente haciendo un ultimátum.

Nos quedamos ambos en silencio. La brisa corría y los pájaros trinaban dándole la bienvenida al verano.

"Si tuviese que describir la palabra tranquilidad, lo primero que me saldría sería una imagen mental de este momento." Habló de nuevo, en voz baja. No era mucho misterio que Juanjo era de naturaleza habladora y pocas veces podía mantener los silencios.

"Podría decir lo mismo." Asentí.

"¿Quieres bañarte una última vez en la poza? Y luego vamos a mi casa, que mi madre ha comprado hoy tortas en la panadería y se me han olvidado encima de la mesa."

"¿Podemos ir ya a tu casa? No me apetece mucho bañarme de nuevo." Pedí suavemente, con un puchero.

"Claro que sí." Respondió Juanjo apartando el pelo de mi cara. "Venga, vamos."

El mayor empezó a guardar sus cosas, no sin perder la oportunidad de azotarme ligeramente con su toalla, picándome.

"No lo entiendo, siempre que te pico nunca saltas. Si se lo hubiese hecho a mi hermano ya me habría dado una somanta de palos."

"Estoy acostumbrado, Juanjo." Dije divertido, terminando de meter todo en la mochila. "Vámonos."

Ambos cogimos las bicicletas y nos dispusimos a volver al pueblo por el sendero. Ir siempre era un suplicio, sin embargo me encantaba volver; era todo cuesta abajo y uno de mis sentimientos favoritos era el del aire contra mi cara. Me preguntaba si así se sentiría volar.

"¡Martin para!" Gritó Juanjo de repente parando su bicicleta bruscamente. Frené todo lo rápido que pude, llegando justo al límite necesario para no caerme de bruces.

"¿Está todo bien?" Pregunté preocupado.

"Hay un erizo, casi lo atropello." Dijo claramente afectado. Se acercó al pequeño animal indefenso y trató de cogerlo con la mayor gentileza posible. "Mira qué cosita." Dijo sujetandolo tratando de no pincharse.

La escena era innegablemente adorable. Y ya no sólo por el erizo, sino por Juanjo, que lo cogía como si fuese la cosa más sagrada y frágil del planeta tierra.

"Lo voy a apartar, no vaya a ser." Se alejó un poco para dejarlo al lado de unos arbustos. Al volver se me quedó mirando fijamente. "¿Martin estás llorando?"

No tenía manera de negarlo. Yo era muy sensible y Juanjo demasiado entrañable, ver el amor con el que trataba a la naturaleza hacía que me emocionase.

Él no me terminaba de entender, pero respetaba mi sensibilidad, abrazándome para darme consuelo.

"Eres igual de mono que el erizo. De hecho os parecéis un poco." Dijo dulcemente quitando los restos de lágrimas de mis mejillas, tratando de animarme. "¿Estás lo suficientemente bien como para seguir?"

Asentí, todavía con los ojos cristalinos, volviendo a coger mi bicicleta.

El último tramo era peligroso, ya que era carretera. Como Juanjo se había dejado el casco en casa decidimos bajarnos de la bicicleta e ir andando.

"Me gusta mucho estar contigo." Confesé. No iba a admitir en voz alta que era porque me sentía querido, respetado y lo suficientemente cómodo como para ser yo mismo.

"A mi también me gusta mucho."

Debido a las horas que eran, la carretera estaba llena de señores mayores que estaban de paseo. Evidentemente todos nos saludaban e incluso se paraban a hablar con nosotros. Me encantaba ver a Juanjo entablar conversación con ellos, completamente en su salsa.

"Que zagales más majos tenemos en el pueblo, luego que si fardamos de juventud." Dijo una señora a su acompañante. Pronto la identifiqué como la madre de la frutera. "¿De qué casa sois, majos?"

"Yo del artillero." Respondió Juanjo hinchando el pecho de orgullo.

"Yo de los vascos." Respondí, algo más tímido.

"Tú sí, tú eres igual que tu abuelo. La misma nariz y todo." Dijo dirigiéndose a mí. "Y tu abuela la Mari Carmen, ¿No?" Dijo dirigiéndose a Juanjo.

"Sí, yo soy de la Mari Carmen." Contestó sonriente.

"Pues mándale un saludico que hace mucho que no la veo, a ver si se pasa más por la plaza y hablamos un ratico." Dijo la señora.

"No te apures que yo se lo digo."

"Guapísimos los dos, eh. Y muy mayores, que ya nos dejáis a nosotras como unas viejas." Dijo riéndose.

"Está usted en la flor de la vida." Juanjo le dijo entrando al trapo.

Las palabras zalameras de Juanjo hacían su efecto, y la señora movió la mano como quitandole importancia, pero no evitando la gran sonrisa que le causaban éstas. "Ay, no sé si conocéis a mi nieta, que se llama Beatriz. Que le digo yo siempre que se eche novio en el pueblo que son los más guapos."

"Pues no me suena, pero vamos, que de vista seguro." Respondí yo cortésmente.

"Bueno majos, vamos a seguir con nuestro paseo y os dejamos marchar ya." Finalizó dándonos dos besos antes de emprender de nuevo su camino.

"¿Tú crees que soy guapo?" Pregunté, rojo de la vergüenza, cuando llegamos a su calle. No me sacaba de la cabeza la conversación anterior.

"Martin eres guapísimo, todas señoras te lo dicen y ellas no mienten."

Asentí y me quedé en silencio, no queriendo atormentar al mayor con mis problemas de autoestima. No me veía guapo, sin embargo, que él sí que me viese así me tranquilizaba, de alguna manera.

"Venga, quédate en el cubierto. Ahora bajo la torta." Apenas un par de minutos después, bajó con las tortas de anís bajo el hombro y un par de vasos con zumo de naranja.

A partir de entonces todos mis mejores recuerdos empezaron a saber a naranja y anís, sin ser apenas consciente de eso. Era un sabor que buscaba recurrentemente, de manera metafórica.

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