inicio

732 62 10
                                    

Hace 21 años

"No quiero ir a vivir al pueblo del yayo." Suspiró un joven Martin en la parte de atrás del coche, de brazos cruzados.

"Deja de ser tan desagradecido. Nos mudamos allí porque hay una oficina del banco y así tu padre puede trabajar. Además tu abuelo está mayor y está viudo. Cada día necesita más ayuda." Me mandó callar mi madre, no soportando mi pataleta.

"Pero yo no quiero. No voy a tener amigos allí." Dije frunciendo los labios. Odiaba la idea con toda mi alma.

"Esto no va sobre ti. Siempre igual, yo, yo, yo, yo... Piensa un poco en el resto. ¿Nuestra felicidad no importa?" Intervino mi padre dando un gran portazo mientras giraba la llave para poner el coche en marcha. "Ya harás amigos. Todos críos igual, igual de desagradecidos. Me pregunto qué habrías hecho tú viviendo nuestra infancia. O peor aún, la de tus abuelos, que ahora tenéis tantas libertades que no veis más allá de vuestro ombligo..."

"Venga no te pongas así, que solo es un niño..." Me defendió mi madre.

"Cállate, por Dios. Esto es todo tu culpa, que lo malcrías. ¿El crío quiere cromos? Toma cromos. ¿No le apetece cenar cocido? Que no se preocupe que le hacemos unas croquetas. Se acabó. Suficiente escarnio fue ya que lo apuntases a baile... todo chicas, todo. Lo vas a hacer maricón. A partir de hoy va a aprender lo que es la vida real." Dijo, prácticamente gritando.

No entendí a qué se refería, nunca había escuchado esa palabra pero viendo la cara de mi madre, a la que se le fue todo el color de golpe, pude deducir que no significaba nada bueno.

El viaje en coche no fue muy largo, sin embargo se hizo infinito. La inexistente conversación acompañada del sonido del motor hacían que estuviese todo el rato en tensión. Llegado un momento, mi madre trató de encender la radio, sin embargo mi padre le dio un manotazo para que la bajase antes de que pudiese hacer nada. Decidí cerrar los ojos, para tratar de no llorar.

Cuando llegamos, mi abuelo estaba sentado en el porche en una destartalada silla de madera sosteniendo su gayata. Le tenía cariño. No hablaba mucho y nunca me mostraba cariño activamente, sin embargo le gustaba pasar tiempo conmigo. A veces nos íbamos juntos al río a pescar, siempre que cogíamos un pez lo devolvíamos después porque me daba pena, pero él nunca me criticó por ello. Mi madre lo quería muchísimo a pesar de no ser familia de sangre y siempre se preocupaba por él y lo ayudaba en todo, lo cual enfurecía a mi padre ,supongo que por sus complejos.

"Martin, le pregunté ayer al párroco y te esperan mañana en la escuela." Me informó mi abuelo a la hora de la cena, antes de sorber la sopa.

"Me faltan los materiales." Dije en voz baja, no queriendo molestar.

"Dudo mucho que los niños utilicen libros para realizar cálculos básicos." Respondió toscamente mi padre.

"Martin, cariño, si te falta algo mañana seguro que hay alguien a quien no le importará prestártelo. En cuanto sepas lo que necesitas, iremos a comprar." Me tranquilizó mi madre, mirando de reojo a mi padre.

"¡Otra vez consintiéndolo!" Estalló mi padre inesperadamente.

"Es su educación. Es lo mínimo." Insistió mi madre.

"No se merece que le compremos pinturas ni libros. Que se apañe él."

Podía ver la mirada de mi madre, que me pedía perdón en silencio, haciendo todo lo posible por que no se le saltasen las lágrimas. Mi abuelo permanecía impasible ante la actitud de mi padre, decidiendo cenar pasivamente, ignorando la situación que se estaba desarrollando.

A la mañana siguiente, mi abuelo vino a despertarme.

"Es hora de ir a la escuela." 

Asentí lentamente, frotándome los ojos.

"Si necesitas pinturas yo mismo te las conseguiré." Me murmuró, como si fuese un secreto entre nosotros. Él no era una persona táctil, pero mi carácter sensible me impidió no darle un abrazo.

Me dio un par de palmaditas en la espalda antes de despacharme hacia fuera de la habitación.

Cuando estuve preparado, mi madre me acompañó al colegio.

"Papá te quiere, lo sabes, ¿no?" Me preguntó con la voz sensible.

Asentí tragando saliva.

"Y todo lo que te dice es porque te quiere mucho y quiere lo mejor para ti."

Yo era muy pequeño, sin embargo veía y notaba el cariño de mi madre todos los días, en contraposición de mi padre. Si mi padre me quería, no se notaba, o al menos no sabía quererme.

"Lo sé." Balbuceé.

"Venga mi vida, alegra esa cara, que seguro que hoy haces muchos amigos. Te quiero." Dijo dándome un beso sobre mi mejilla de querubín.

"Yo también te quiero." Susurré, antes de dirigirme como un preso hacia su celda, arrastrando los pies.

El colegio del pueblo era muy pequeño. En muchas ocasiones, había clases de gente de diferentes edades porque las juntaban. En mi clase sólo habíamos cinco niños, contándome a mí.

La profesora me presentó al resto de alumnos y yo rápidamente me di cuenta de que no iba a hacer amigos, si es que tenía una posibilidad antes. Se notaba que eran un grupo y no parecían en absoluto interesados en mi presencia; pude corroborarlo cuando en el recreo me se senté en una esquina, solo, sin saber muy bien qué hacer. Mi entretenimiento fue un palo y unas hormigas.

La clase de pintura fue humillante. Nos juntamos con otra clase de siete niños, los cuales eran un año mayores. Me daba vergüenza hablar con ellos, prácticamente teníamos la misma edad, pero los veía fuera de mi alcance. Había tres mesas de cinco personas, que se llenaron rápidamente, dejándome a mí sólo en una de ellas, ya que faltaba un niño. Fue cuando la maestra terminó de explicar la tarea que entró, acompañado de una monja, el chico que faltaba.

"Se ha caído antes en el recreo y lo hemos tenido que curar. Ya está bien." Explicó la monja a la maestra.

"Juanjo siéntate al lado de Martin." Le indicó.

El chico asintió, quitándose un rastro de lágrimas secas de las mejillas. Se notaba que estaba avergonzado por haber llorado.

Ordenadamente sacó todo su material y lo dejó encima de la mesa.

"¡Hola!" Me saludo con una sonrisa algo tímida, como si no le importase en absoluto tener que sentarse conmigo, que era nuevo, en vez de con sus amigos.

"Hola." Respondí, sonriendo.

"¿Te llamas Martín?" Preguntó, recordando lo que le había dicho la profesora.

"No, me llamo Martin. Soy vasco." Aclaré.

"¿Y tus pinturas?" Dijo dubitativo señalando mi mesa vacía, sin ningún ápice de maldad en su voz.

"No tengo pinturas." Contesté, rojo de la vergüenza.

"Oye no pasa nada, compartimos. Mi mamá siempre me dice que compartir es vivir." Puso su material en el medio, permitiendo que lo cogiese.

Sonreí en gratitud

"Jo, muchas gracias Juanjo."

"No es nada Martin. Cuéntame cosas de ti. Me encanta hacer amigos nuevos." Dijo empezando a pintar un folio de colores.

Y ahí empezó todo.

sevenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora