Donde Megumi es testigo de cómo la mente de Yuuji se desmorona tras un accidente.
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[ Las llamas están dentro, devorándolo vivo]
Su hogar se quedaba vacío durante la mayor parte de horas del día. Lo habían sabido desde que se habían conocido hacía diez años, que ambos acabarían trabajando en jornadas largas y duras porque sus sueños eran demasiado complicados como para dejar tiempo libre. Por esa razón, las luces permanecían apagadas hasta alrededor de las diez de la noche, cuando Megumi llegaba de trabajar en la clínica veterinaria.
Llegaba exhausto, con ganas de llorar si en ese día había habido alguna eutanasia o algún episodio emocional. Aquel día en particular no había sido así, pero tenía un nudo en el pecho cada vez que veía su propio hogar, como si el recordatorio de que también tenía una casa que atender fuera especialmente conmovedor.
Se daba una ducha, limpiaba y preparaba cena para dos, a pesar de que Yuuji no llegaría hasta la madrugada. En ocasiones llegaba a las cinco, o a las siete, o pasaba la noche fuera. A Megumi no le importaba, aunque a veces se sentía solo. Yuuji era bombero y sus jornadas de trabajo eran a turnos discontinuos, complicadas e insoportables, algo que jamás diría en voz alta, pues solía disfrutarlas.
Un plato de comida se quedó sobre la encimera de la cocina. Dos cosas podían ocurrir cuando Yuuji volvía, y la primera era que devorara cualquier cosa a su alcance; la segunda era que se tumbara en cualquier lado para poder dormir.
La habitación estaba fría. Megumi cerró la ventana y permaneció unos segundos observando el cielo nocturno. La contaminación lumínica ocultaba todas las estrellas en la ciudad, y esa era una de las múltiples razones por las que habían elegido irse a vivir a un pueblo a una hora de Tokio. Allí era todo más tranquilo, menos estresante. El frenesí de las grandes ciudades nunca había sido de su agrado y lo único bueno de ellas, a su parecer, eran las posibilidades laborales y los grandes centros comerciales.
Algo se restregó contra su pantorrilla. Cerró las cortinas y se agachó para acariciar a Sukuna, que ronroneaba sonoramente, feliz de que hubiera vuelto.
—Hola, pequeño, hola… ¿me echaste de menos? —sus dedos se deslizaron por el lomo del animal, sobre el suave y largo pelaje rojizo.
El gato se acomodó en su cesta junto a la cama y se durmió. Megumi sonrió, realmente lo envidiaba.
Finalmente, se metió en la cama. Estuvo mirando su teléfono durante media hora. Lo último que Yuuji le había mandado había sido un mensaje de buenas noches, lo usual. Le respondió brevemente que se iba a dormir y le deseó suerte para la jornada.
Megumi apagó la luz y se acurrucó bajo las sábanas. Colocó la almohada de Yuuji de forma vertical porque se había acostumbrado a que hubiera alguien a su lado, no podía conciliar bien el sueño si estaba solo, y se quedó dormido en cuestión de media hora.