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Los lunes siempre se le habían hecho cuesta arriba, pero lo de ese en concreto fue como ir arrastrando una losa de cemento por toda la casa y las calles del pueblo.

Agoney había intentado todo para ser el mejor apoyo posible para su prometido, el más sano, dadas las circunstancias. No iba a servir para nada, porque desde que Raoul había cogido el avión, no había podido dormir.

Sabía que no tenía ningún derecho a nada en toda esa situación. Que las víctimas eran ellos, que uno había estado atrapado en una isla sin poder salir, sin civilización a la que acudir en busca de ayudar. Que su novio había estado destrozado años, antes de atreverse a salir del cascarón y volver a intentarlo.

Y justo cuando todo iba bien, la reaparición que había sacudido sus vidas. Se alegraba por Carles, pero no tanto por sí mismo. Porque no tenía derecho, él era el tercero, el que se había colado casi por casualidad en una relación que le había parecido perfecta desde que se enteró, por mucho que le jodiera. Eran el uno para el otro, al menos en la adolescencia.

A esas alturas y sin apenas mensajes por su parte, solo le quedaba esperar la llamada. Se preguntó qué le diría, si sería muy directo o no: "Me quedo en Ibiza". "Me he dado cuenta de que no puedo vivir sin Carles". "Lo siento muchísimo". Sí, eso seguro que se lo diría. Raoul era bueno hasta decir basta, le jodería hacer la llamada. Aunque, si se había llevado poca ropa, lo mismo se lo decía en persona, cuando recogiera sus cosas.

Tener ese bucle de pensamientos no le venía bien, pero tampoco es que estuviera durmiendo mucho y en algo tenía que ocupar su mente.

Llegó al colegio arrastrando los pies, más temprano de lo normal para evitar la multitud de niños y padres que se arremolinaban en la entrada y no permitían el paso con facilidad. No quería más líos, ni a medio pueblo mirándolo con esa lástima tan característica de las desgracias en pueblos de menos de dos mil habitantes.

No tuvo esa suerte al llegar a la sala de profesores. En realidad, podría haberse saltado ese paso e ir al despacho directamente, pero quería recoger unas fichas que mandó imprimir antes de que todo se viniera abajo. Con todos los rumores y las miradas desde que Carles volvió y le comió la boca frente a cámaras de televisión, no estuvo pensando en lo más importante: sus niños.

Marga, una de las profesoras más veteranas, fue la primera en percatarse de su presencia. Se apartó las gafas con gesto preocupado, pero no dijo nada. Esto alertó a los otros dos que había en la sala, cuarentones con los que apenas había compartido reuniones y algún café en hora muerta.

—Ah, hola, Agoney. —Sergi se alejó de la máquina del café—. No esperábamos verte por aquí.

—¿Por qué? Tengo cinco horas de clase. —Esbozó su mejor sonrisa y se dirigió a su casillero.

—Ya, pero pensaba que a lo mejor querrías evitarnos. Ya sabes, por lo de tu... de Raoul —se corrigió enseguida.

Resopló. Iban a seguir el tiempo que hiciera falta hasta conseguir algo de él. Pero ¿qué querían? ¿Que se rompiera? ¿Que llorara frente a ellos cuando no sabían nada de él más allá de estar con el chico cuyo marido había vuelto de la nada?

—No tengo que evitar a nadie. —Se felicitó mentalmente por no haberse echado a llorar—. No he hecho nada malo, ninguno lo hemos hecho. Os agradecería que no supusierais y cotillearais por ahí, que ya bastante delicado está todo.

Con las fichas en la mano, arrugándose por su puño, salió de allí. Su corazón seguía acelerado cuando llegó al despacho, donde solo dejó el resto de sus cosas para dirigirse a su clase. Antes de salir, sin embargo, se tomó un momento para buscar el móvil y revisar los mensajes.

Dos amores, una vida-RAGONEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora