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Solo Paula faltó al Memorial, por preferir no molestar con los llantos continuos de Olivia y no tener a nadie con quien dejarla. Todos los demás nos vestimos de riguroso negro y acudimos al acto, que se celebraría en el ayuntamiento. Era de los pocos lugares donde no tenía nada que me lo recordara, aunque ya estaba su foto gigante al entrar para hundirme un poco más.

No había sido un buen día, ni una buena noche. Había escuchado en bucle toda la noche varias de mis canciones favoritas del mp3, las más alegres y que menos me recordaban a él. Lo bueno de ese aparato es que contenía todo lo que a Carles no le gustaba de la música: la mayoría en inglés y del siglo pasado. Era un lugar en el que refugiarse.

No había servido para mucho, porque no había dormido, me dolía hasta el alma y tenía unas ojeras que llegaban al suelo.

Recibí cada pésame con la entereza suficiente para no armar un espectáculo de llanto, pero estaba al borde del precipicio todo el rato. Me había anestesiado a mí mismo con libros y música, dos ingredientes que cada vez disfrutaba más, pero que no servían para nada sin el elemento principal. Y tirarme a ese Memorial por su vida era tortura no tipificada como delito.

Me dejé guiar por mi hermano hasta la primera fila, donde nos sentamos con el resto de mi familia y sus padres. Ni siquiera sabía quién más había venido, o quienes llegaron tarde a mitad, porque mis ojos estaban puestos en la pantalla.

Habían preparado un vídeo con mejores momentos de su infancia, que yo no recordaba, y eso era hasta tierno, pero entonces pasaron a los modernos. Y esos implicaban vídeos de viajes, de yo en su vida, de besos nuestros en lugares increíbles del mundo. Ya no pude ver más, porque las lágrimas habían arrasado con todo.

Álvaro me abrazó por la espalda y permitió que apoyara la cabeza en su hombro para que pudiera esconder mejor la cara.

Su madre subió entonces al estrado para decir unas palabras. No puedo recordar nada de lo que dijo, porque desconecté y me centré en la foto gigante que habían puesto. Estaba guapísimo en esa foto. Se la había hecho yo en Hawái, y sonreía con ojos brillantes. Puse un puchero que consiguió retener el sollozo.

Ahí ya estábamos prometidos, fue uno de los días más felices de mi vida. Casi tres años después, dos años exactos desde la boda, me sentía miserable, como si todo lo que había avanzado en el psicólogo no sirviera para nada.

Salí antes de que acabara, esperando no haber interrumpido a nadie y que no se enfadaran. No podía seguir allí, y eso tenía que contar más que ese estúpido acto.

Me apoyé en una de las columnas del ayuntamiento, hasta que me deslicé y quedé sentado, con la espalda aún sobre la piedra. Cerré los ojos y practiqué respiraciones que nunca me habían sido muy útiles. Cuando terminé, mi estómago seguía bocabajo, pero al menos podía sentir que me llegaba oxígeno.

No me moví, a pesar de encontrarme mejor. Me abracé a las piernas y esperé a que llegaran mis padres. No quería tomar el cóctel de después. Si mi suegra se sentía bien haciendo vida social y toda la parafernalia en honor de su hijo, bien por ella, pero yo no tenía que lidiar con eso. No debería estar obligado a ello.

—¿Raoul?

Recuperé la consciencia, tan metido en mis pensamientos como estaba, al escuchar esa voz. Al principio no la reconocí, así como no reconocí al hombre trajeado dueño de ella. Fruncí el ceño hasta comprender por qué me sonaba su cara.

Se había cortado el pelo y lo llevaba repeinado hacia atrás con gomina, excesiva para mí. Además, se había dejado perilla, y llevaba gafas grises. La última vez que lo había visto también llevaba traje, pero la situación era muy diferente.

Dos amores, una vida-RAGONEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora