CAPITULO IV

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Atravesaron la noche a través de oscuras carreteras comerciales. El viento azotaba el deportivo en el que viajaban, la lluvia golpeaba el parabrisas. Leo se había puesto en el asiento del conductor y pisaba a fondo el acelerador, para el disgusto de Tristan, que Piper se esforzaba por tranquilizar usando su voz.

Cada vez que estallaba un relámpago, Piper miraba a Jason, como buscando confirmación de que estaban a salvo, de que todo iría bien, pero el chico parecía estar demasiado ocupado interrogando a Grover, sentado junto a él en el asiento trasero, como para reparar en ella.

—Eres un sátiro—dijo Jason, señalando lo evidente—. ¿Quieres explicarnos qué demonios está pasando aquí?

Los ojos de Grover miraban una y otra vez al retrovisor, aunque no tenían ningún coche detrás.

—Te he estado vigilando—admitió Grover nerviosamente—. Te seguía la pista. Me aseguraba de que estuvieras bien. Pero no fingía ser tu amigo—añadió rápidamente—. Soy tu amigo.

—¿Un sátiro?—balbuceó Tristan, removiéndose en su asiento como si no supiese si saltar del vehículo en movimiento, tomar control del mismo y conducir directo al hospital mental más cercano, o simplemente guardar silencio y esperar a despertar de lo que parecía ser una pesadilla—. ¿Quieres decir criaturas imaginarias de los mitos griegos?

—Sí, Grover—añadió Leo, apretando los dientes tras el volante—. Vas a tener que entrar en más detalles...

—¿Criaturas imaginarias?—repitió Grover—. ¿Eran las ancianas del puesto imaginarias? ¿Lo era la señora Dodds?

—¡Así que ahora admites que había una señora Dodds!—saltó Leo.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿por qué chingados...?

—Cuanto menos sepan, menos monstruos atraerán—respondió Grover, como si fuese una obviedad—. Tendimos la Niebla sobre los ojos de los humanos. Confiamos en que pensaran que la Benévola era una alucinación. Pero no funcionó porque están comenzando a comprender quienes son.

—De acuerdo, Grover, vamos por partes...—empezó Piper.

Se volvió a oír aquel aullido torturado en algún lugar detrás de ellos, más cerca que antes. Fuera lo que fuese lo que los perseguía, seguía su rastro.

—Piper—dijo Tristan, luchando por mantener la compostura—, ¿qué es lo que está pasando aquí? ¿Tú entiendes lo que están diciendo?

La joven frunció los labios, meditando qué tanto podía, o debía, confesar.

—Papá... hay demasiado que explicar y no tenemos tiempo. Debemos ir a un lugar seguro.

—¿Seguro de qué?—insistió Tristan—. ¿Quién nos persigue?

—Oh, casi nadie—soltó Grover, molesto—. Sólo el Señor de los Muertos y algunas de sus criaturas más sanguinarias.

—¡Grover!—le reprendieron Piper, Leo y Jason.

—Perdona, Leo, ¿puedes conducir más rápido, por favor?

Tristan intentaba hacerse a la idea de lo que estaba ocurriendo, pero fue incapaz. Sabía que no era un sueño, ni en sus peores pesadillas sería capaz de imaginar algo tan retorcido. Tenía un extraño presentimiento que no llegaba a comprender, una certeza casi antinatural de que, de algún modo inexplicable, la madre de Piper estaba relacionado a todo aquello.

Leo giró bruscamente a la izquierda. Se adentraron a toda velocidad en una carretera aún más estrecha, dejando atrás granjas sombrías, colinas boscosas y carteles de "Recoja sus propias fresas" sobre vallas blancas.

El Ladrón y el RayoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora