Prólogo

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Apenas escuché la alarma de mi teléfono sonar, no pude evitar lanzar la mano hacia la mesita de noche que reposaba a la derecha de mi cama. A ciegas, palpé entre revistas y periódicos, finalmente encontrando el teléfono. A pesar de las ganas de seguir durmiendo, la responsabilidad me empujó a apagar el estridente sonido que no dejaba de taladrar mis oídos. Irónicamente, yo mismo había escogido ese tono, algo que sonara lo suficientemente molesto como para hacer saltar de la cama hasta al dormilón más empedernido.

Me senté en el borde de la cama, con los ojos medio cerrados, y me quedé mirando fijamente un zapato que había quedado tirado de cualquier manera en el suelo. Apenas unos segundos después, una gran bola de pelos negra se acercó a mí, ronroneando y frotándose contra mis pies, en busca de su desayuno matutino.

—En un momento, su majestad —murmuré, aún medio dormido.

La resaca era un tormento; la más mínima luz que se filtraba por mis párpados se sentía como una aguja clavada en mis ojos. El dolor de cabeza, leve pero punzante e insistente, era una amarga factura por la fiesta de la noche anterior.

—No volveré a tomar tanto —me dije, casi lamentándolo.

Orión, mi gato, seguía allí, observándome con sus grandes ojos amarillos. De vez en cuando levantaba la cabeza para ver a una persona al borde del colapso. Maulló levemente para llamar de nuevo mi atención, y le acaricié el lomo, suficiente por el momento para que entendiera que aún estaba allí para él.

Arrastré los pies hasta la cocina, y después de haberle servido su comida a su majestad felina, me preparé un café fuerte, esperando que el aroma y la cafeína me devolvieran al mundo de los vivos. Eran apenas las ocho y pocos minutos de la mañana, y mi teléfono mostraba un par de mensajes en WhatsApp que parecían ser importantes.

Al revisar, vi que eran de Mary, una de mis mejores amigas, con quien había pasado la noche anterior en la casa de Marcus, festejando su cumpleaños junto a otros amigos.

—¡Qué loca noche, no?
—Estaremos allá en tu casa a mediodía para terminar de concretar.

—Sabrá Dios en qué planes me habré metido mientras mi consciencia se esfumaba anoche —pensé para mis adentros.

Sin perder tiempo, me dispuse a ordenar el apartamento para la inminente visita. Encendí el televisor y sintonizé el canal de noticias regional para tener algo de compañía mientras limpiaba. Entre los principales titulares, uno captó mi atención.

—Enfermedad de las vacas locas, en auge —decía el titular, seguido de un "en minutos, más información al detalle".

—Causa preocupación entre los habitantes de un pueblo ganadero la velocidad a la que la mal llamada enfermedad de las vacas locas se está propagando entre las personas. Las autoridades sanitarias, el ejército y el Centro de Control de Enfermedades de EE.UU han movilizado personal esta mañana para contener la epidemia desatada desde la madrugada de este lunes.

Aunque la noticia era alarmante, el hecho de estar a miles de kilómetros del lugar y que aparentemente la situación ya estaba bajo control, me tranquilizó. Volví mi atención a la limpieza, necesitando tener todo organizado para la visita de mis amigos.

Orión, como el travieso gato que era, no me dejaba barrer tranquilamente. Se dedicaba a perseguir la cabeza peluda y mugrosa de la escoba, como si fuera el mejor juguete inventado en miles de años. Sus travesuras me arrancaron una sonrisa, y por un momento, olvidé la resaca y el caos de la noche anterior.

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Apocalipsis Z: Mareas de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora