JongIn
KyungSoo y yo llegamos a Athenberg, la capital de Eldorra, cuatro días después de que el decreto de «prohibido caminar» abriera un nuevo frente en nuestra guerra. El viaje en avión había sido más frío que un chapuzón invernal en un río de Rusia, pero me daba igual.
No necesitaba que me dijera cómo hacer mi trabajo.
Contemplé el Cementerio Nacional de la ciudad, casi vacío, mientras el viento aullaba a través de los árboles desnudos. Una intensa y gélida corriente recorría todo el cementerio y se me colaba entre las capas de la ropa, helándome hasta los huesos.
Era el primer día más o menos libre del horario de KyungSoo desde que aterrizamos, y cuando dijo que quería pasarlo en el cementerio me dejó de piedra.
Cuando supe por qué, lo entendí.
Aunque mantuve una distancia de respeto cuando se arrodilló delante de dos lápidas, sí que pude distinguir los nombres grabados en ellas.
«Do Joohyun. Do Byung-chan».
Sus padres.
Yo tenía diez años cuando la princesa Joohyun murió al dar a luz. Recordaba haber visto fotos suyas en todas las revistas y todos los canales de televisión durante semanas. El príncipe Byung-chan murió unos años después en un accidente de tráfico.
KyungSoo y yo no éramos amigos. Joder, ni siquiera nos llevábamos bien la mayor parte del tiempo. Pero eso no impidió que me diera una punzada en el corazón al ver la tristeza en su rostro mientras murmuraba algo frente a las tumbas de sus padres.
KyungSoo se apartó un mechón de pelo de la cara y su rostro cambió mientras decía algo más. Pocas veces me importaba lo que la gente hiciera o dijera en su vida personal, pero deseé estar más cerca para poder escuchar qué era lo que le había hecho sonreír.
Me sonó el teléfono y agradecí una distracción que me sacara de aquellos pensamientos inquietantes, hasta que vi el mensaje.
SeHun: Puedo darte el nombre en menos de diez minutos.
Yo: No. Déjalo.
Me saltó otro mensaje, pero guardé el teléfono sin leerlo.
La rabia se apoderó de mí.
SeHun era un cabrón insistente que disfrutaba escarbando en el pasado de los demás. Llevaba dándome la lata desde que se enteró de que iba a pasar las vacaciones en Eldorra (conocía mis reservas hacia el país), y si no hubiera sido mi jefe, y lo más parecido a un amigo que tenía, ya le habría partido la cara.
Le había dicho que no quería saber el nombre, y lo decía en serio. Había sobrevivido treinta y un años sin saberlo. Podría sobrevivir treinta y uno más, o el tiempo que hiciera falta antes de cascarla.
Volví la atención a KyungSoo justo cuando sonó el chasquido de una ramita, seguido del suave clic del obturador de una cámara.
Levanté la vista y se me escapó un gruñido al ver a un fisgón de pelo rubio asomado por detrás de una lápida cercana.
Putos paparazzi.
El gilipollas chilló y trató de salir corriendo cuando se dio cuenta de que le había pillado, pero yo fui más rápido y le agarré de la chaqueta antes de que pudiera dar un paso más.
Por el rabillo del ojo vi cómo KyungSoo se levantaba, con expresión de preocupación.
—Dame la cámara —dije con una voz tranquila que disimulaba mi furia. Los paparazzi eran un mal inevitable cuando trabajaba con personajes públicos, pero había diferencia entre hacer fotos de alguien comiendo o de compras y hacerlas en un momento tan íntimo.