El esquema de mi alma

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4 de enero, 2016

— No puede ser, ¡Es que es increíble!, ¿¡Hasta dónde piensan llegar esos degenerados!? — recuerdo las palabras de mi padre con claridad, siguen tirando de una cuerda frágil en mi corazón, porque cuando las recuerdo me duelen como si hubieran sido pronunciadas apenas hace unos segundos atrás. Él veía las noticias en televisión en ese momento, un lunes por la mañana, si mi memoria no me falla. Yo tenía apenas diez años mientras estaba sentado a su lado, fingiendo concentración en un libro, fingiendo que era ignorante a su desprecio.

"Aprueban el matrimonio igualitario en Canadá con 158 votos a favor, 133 en contra. Se convierten así, en el cuarto país en aprobar esta ley después de Bélgica, Holanda y España".

Siempre supe que había algo distinto en mí.

Desde que odié que no me dejaran jugar con mi hermana cuando ella me pedía que me uniera a "la hora del té" o a las muñecas y demás juegos que la mayoría de niños consideraban "de niñas". Desde que mi padre me inscribió a un pequeño equipo de fútbol en la ciudad y yo me quedé embelesado cuando conseguí observar de cerca una práctica de Ballet, los movimientos eran tan sutiles, tan elegantes... Me moría de ganas por unirme a ellas, a pesar de que todas fueran niñas.

Casi le ruego esa tarde a mi padre que me dejara inscribirme allí en lugar de seguir en fútbol, donde era un completo desastre, así que pasaba la mayoría de los partidos en la banca, mirando hacia atrás para ver por la puerta de vidrio corrediza del salón donde ellas ensayaban. Nunca lo hice, porque podía imaginar su reacción y yo le temía tanto como a mi mamá.

Pero no a que me golpearan, ni a que me castigaran. Temía a sus miradas de asco, a sus miradas de decepción, a tener que sufrir algo que antes había contemplado suceder en la iglesia, o con familiares cercanos que sí tenían el coraje que a mí siempre me había faltado.

En algún momento, de tanto que escuché aquí y allá las cosas que pertenecían al género femenino y las que pertenecían al masculino, me pregunté seriamente si mi deseo interno era ser una niña, si lo que me frustraba era que desearía haber sido una hermana mayor para mi hermanita en lugar de un hermano.

Sin embargo, conforme los años pasaron me di cuenta de que no, yo me sentía bien siendo un niño, me gustaba ser un niño. Lo que no me gustaba era la conducta y los gustos que me querían inculcar como adecuados por ser niño.

Si el problema hubiera terminado allí, tal vez estaría bien.

Podía vivir con el peso de reprimir lo que me gustaba, después de todo, las muñecas, los juegos con mi hermana y las prácticas de ballet eran cosas transitorias en mi vida. Crecería y ya no tendría razones para hacer cosas ni de niños ni de niñas.

Pero no, los juegos y las prácticas fueron fácilmente reemplazados por las citas románticas y la universidad.

Mi papá me había sugerido que estudiara medicina, porque tenía buenas notas en el colegio, porque era la carrera que traería prestigio a mi apellido, a ellos, y porque era lo que debía estudiar. Me lo dijo justo el día en el que encontré información sobre las becas del cien por ciento para ir a estudiar danza contemporánea en la Bellas Artes en París sin importar el género, recuerdo asentir a sus palabras, fingiendo estar de acuerdo, con el corazón a mil por los nervios que había sentido sobre contarle y esconder el artículo recortado del periódico tras mi espalda.

A mi hermana no la dejaron tener novio hasta que cumplió los dieciocho, pero a mí, que era tres años mayor que ella, desde que cumplí los dieciséis me preguntaban lo mismo. "¿No hay ninguna chica que te guste en tu salón, hijo?", "¿Cuándo nos presentarás a tu novia?"

In the end | JimSuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora