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Los días en el hospital eran casi iguales, excepto cuando estaba con Amanda. Ella me hacía sonreír hasta cuando no me apetecía seguir existiendo. Ella se colaba en mi habitación por la noche, para decirnos cosas, y acabábamos los dos dormidos en el suelo. Sus ojos no eran los de el primer día.

Y yo me negaba a aceptar que todo ese sufrimiento lo había omitido gracias a mí.

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