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Los días iban pasando, y disfrutaba mucho de la compañía de Amanda. Tenía trece años, y yo cuatro más, pero no parecía importarle.

–Me encanta tu pelo –solía decirme–. ¿Algún día me lo teñirás de colores, como tú?

–Por supuesto, te teñiré cada mechón de un color, para que parezcas un unicornio –ella se reía cuando decía eso, y, juro, que cuando Amanda se reía, se paraba el tiempo, y nosotros dos éramos estrellas inapagables.

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