Capítulo VI

278 35 11
                                    

Max Verstappen


Tres días, y todo se fue a la mierda.

Seguí al viejo Pérez, pero no pude descifrar su rutina. ¿Por qué? Porque solo pensaba en esos ojos de cafes tormentosos. Le había pedido a Mick, mi hermano menor, que lo vigilara. No tenía que preocuparme que se lo contara a alguien. Se lo tomaba como otro de mis trabajos raros. Y, lo más importante, no había nadie en quien confiara más que en Mick para mantenerlo a salvo.

Yo, en cambio, tenía que ponerme las pilas y dejar de pensar en Sergio Pérez, solo debía preocuparme por finalizar el trabajo. En todos mis años, nunca le había perdido la pista a alguien. Bueno, para todo había una primera ocasión, porque al viejo Pérez lo perdí una vez, maldición.

Yo. Max Emilian Verstappen.

Lo perdí mientras iba saliendo de su casa, todo gracias a que estaba acechando a su hijo remotamente. Si Charles lo supiera, se mearía de la risa. Así que me aseguraría de que nunca se enterara.

Dios, ese hombre me dominó sin siquiera haber tenido una probada de su culo.

¡Jesucristo!

Quizá lo mejor que podía hacer era mantener la distancia con él. No era sano ser tan posesivo.

Vi de primera mano lo que sucedía con la gente que caía en ese estado. Cómo los lanzaba en una espiral de locura hasta que no les quedaba másque la muerte. Un cráneo destrozado y un cuerpo roto.

El complejo de los Pérez en los muelles de Alaska estaba envuelto en oscuridad y tenía a la escoria de la escoria con él. Creí que habría cinco guardias. Máximo. Había al menos veinte.

¡Joder!

Seguí al viejo Pérez des de Montreal hasta la maldita Alaska.

Demonios, no estaba seguro de qué era peor para congelarte las pelotas. Así que aquí estaba, en Juneau, Alaska, en la azotea de un edificio frente al almacén que Pérez estaba visitando. Usando mi lente, los observé a través de la única ventana mientras se movían. Era difícil saber dónde estaban sin estar adentro.

Según la información que conseguí, el viejo Pérez poseía unos almacenes cerca de los muelles en Alaska. Pero no por mucho tiempo. Entré en el recinto a pie. No podía entrar en mi coche sin activar el sistema de seguridad y las cámaras. Estaba estacionado a un kilómetro y medio de distancia, así que si las cosas se ponían peligrosas, sería hombre muerto. Vivía para esta mierda, pero diablos, quería sobrevivir unos cuantos años más.

Blyad, tendría que entrar en ese almacén. De una forma u otra. Me enganché el rifle al hombro, comprobé mi pistola en la funda, atornillé el silenciador, luego revisé el arma que tenía metida en la parte trasera del pantalón y mi cuchillo adentro de la bota. Tras echar un últimovistazo al almacén y su distribución, volví a entrar y me abrí paso por el gran espacio vacío. Parecía que todos los hombres estaban en el otro edificio, donde se encontraba el viejo Pérez.

Mi información indicaba que la mujer que Daniel buscaba estaba retenida allí, pero no tenía pruebas. Me movía por puro instinto. Con cada metro que atravesaba, una sensación de alarma me golpeaba. Y el olor a sangre. Nunca olvidas el olor de la sangre y los cadáveres. Una vez que los hueles, se queda contigo para siempre.

Esperaba que el recinto estuviera armado y asegurado al máximo. Estaban en guerra con los irlandeses. Y con la Famiglia. Y luego estaba la mafia corsa que lo odiaba y quería acabar con él. Y, por último, pero nomenos importante, había unas cuantas familias de la Bratva que querían crucificarlo.

¿Por qué? Porque al viejo le gustaba joder a la gente. En más de un sentido.

A pesar de mi corpulencia, mis pasos eran silenciosos en el camino de grava entre los dos edificios. Esa habilidad estaba arraigada en mí incluso antes de unirme al ejército, pero el entrenamiento de las fuerzas especialesme lo impuso. Fue lo mejor que me pudo pasar. Era la disciplina que mi padre no se molestó en enseñarme, porque estaba demasiado centrado en símismo y en su polla.

Max Verstappen: [ Chestappen/Perstappen ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora