Capítulo II

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Max Verstappen


Mi sonrisa se sintió auténtica

No sádica. No sarcástica. Jodidamente genuina. 

Debería haber sido mi primera pista. La ignoré. Segunda pista, la tensión en mis pantalones. Nunca se me había puesto dura con solo mirar a un hombre. Era tan condenadamente hermoso que casi dolía mirarlo. Me clavó aquellos profundos ojos cafes y fue como un puñetazo en las entrañas. Mi mundo giró al ver cómo sus mejillas se sonrojaban y se extendía por su cuello, y de mala gana imaginé si su culo enrojecería con el mismo color.

En el momento en que su suave boca se amoldó a la mía, el mundo dejó de girar y una palabra vino a mi mente. «Mío». Esa debería haber sido mi pista final. Debería haber terminado el beso. O tal vez haber prendido fuego a todo en ese mismo instante y ahorrarme años de dolores de cabeza.

Pero no lo hice. La retrospectiva era una mierda. 

El hombre me había hechizado. Detuve la motocicleta delante de los dormitorios de Berkeley. Sergio Pérez. Lo había vigilado desde la muerte de Mia. Mi promesa por cumplir. Conocía las calificaciones de Sergio, su dirección, los bares que frecuentaba, su platillo favorito, su color preferido, su canción favorita. Revisé sus redes sociales para asegurarme de que nadie lo acosaba, comprobé su Pinterest para ver qué le gustaba. Exagerado, sí. Pero era lo menos que podía hacer después de fallarle a Mia.

 En cuanto apagué la moto, soltó su fuerte agarre sobre mí y me arrepentí de no haber tomado el camino más largo hasta aquí. Un camino muy largo y sin atajos.

Lo ayudé a bajarse.

—Gracias por dejarme montarme —replicó, con un tono atrevido y sugerente.

—No juegues con fuego, Kotyonok —advertí, luchando contra latensión en mis pantalones. No sabía si era un gatito o un tigre. En cualquier caso, el apodo le sentaba bien. Tenía garras.

Se frotó la mandíbula, pensativo, como si considerara mis palabras, pero la forma en que sus ojos brillaban con un desafío, lo traicionó.

—Moye Serdtse. —Empezó dulcemente, aunque falló en la pronunciación. Mi corazón. La comisura de mis labios se levantó. No podía decirle mi nombre y arriesgarme a que lo reconociera. Pero dejaría que me llamara su corazón por este corto tiempo—. Jugar con fuego es mi hobby.

Se alejó de mí pavoneándose y la tensión de mis pantalones me exigió que fuera tras el. No lo hice. Porque reconocí al niño. Demonios, lucía igual que su hermana mayor. Un recordatorio de otro fracaso. Sergio Pérez era el vivo reflejo de su hermana mayor. Aún recordaba el rostro maltratado de Mia aquel día. Había vuelto a las barracas para encontrarme a unos hombres con las manos sobre el. Agarrándolo. Rasgándole el uniforme. Contra su voluntad. Perdí la cabeza. Ni se me ocurrió denunciarlos. Les rompí el cráneo y les reventé las rótulas. A decir verdad, si el oficial al mando no me hubieraquitado de encima, los habría matado en ese momento. Pero nada de eso importó, porque me perdí la señal más importante.

Entré en la habitación de Mia con una bolsa de pasteles en la mano. La ducha estaba encendida y el agua sonaba con fuerza. Dejé lo que traía en la única mesa de la habitación y me dirigí al baño.

Toqué la puerta.

Mia —llamé.

No hubo respuesta. Volví a tocar y apreté el oído contra la puerta. Fue entonces cuando escuché unos suaves sollozos.

Mia, voy a entrar.

Esperé tres latidos a que protestara antes de presionar el picaporte e intentar abrir la puerta. Estaba cerrada. Choqué el hombro contra ella

Con fuerza. La puerta no tardó en ceder ante mi cuerpo.

Al entrar en el pequeño cuarto de baño, la encontré sentada en laducha, aún con el uniforme puesto. Su ropa estaba empapada. Ya no había sangre ni ropa rasgada, pero vi los moretones que su uniforme ocultaba cuando encontré a esos tres desgraciados encima de ella. Reflejaba los moretones, cortes y tajos de su cara. Las viejas cicatrices que vi aquel díame golpearon justo en el pecho. Las ocultaba a todo el mundo, pero aquel día, mientras la llevaba a la enfermería, pude verlas. Por fin entendí porqué Mia Pérez se negaba a ir a nadar.

Me metí en la ducha, sin preocuparme por mi uniforme. De todos modos, no lo llevaría mucho más tiempo. Después de la mierda que había hecho, probablemente me enfrentaría a un consejo de guerra. Si tenía suerte, una baja deshonrosa. Bajé al suelo de azulejos de mierda. Todo en estas barracas era una mierda. Pero, bueno, estábamos sirviendo a nuestro país. Excepto que algunos de estos hombres no eran más honorables que aquellos del bajo mundo.

Mia se negó a mirarme y se me apretó el pecho. Debería haberla vigilado mejor. Desde el momento en que la vi, tuve la clara sensación de que no pertenecía a este lugar. Cuando supe quién era, lo confirmé. Llegamos a conocernos en los últimos meses y poco a poco supe que Mia Pérez era mucho más de lo que parecía. Incluso teníamos algunas cosas en común. Padres que nos fallaron. Infancias jodidas, aunque la de Mia fue peor que la mía. Muchísimo peor. Giré la cabeza hacia un lado y lo observé. Tenía una larga herida en la mejilla derecha, ambos ojos ennegrecidos y la nariz rota. Pero incluso con eso, era un mujer hermosa. Una mujer rota, aunque hermoso, al fin y alcabo. Esos ojos cafes. No sonreía a menudo, no obstante, cuando lo hacía, sus ojos se iluminaban como si acabara de recibir el mejor regalo. El grueso cabello castaño contra su pequeña figura. Honestamente, no estaba seguro de cómo había sobrevivido al campo de entrenamiento.

Mia, mírame —exigí. Me temblaban las manos de ganas de ir abuscar a esos idiotas y darles otra paliza.

 Ni siquiera podía verme, con su mirada perdida.

Mia, ya no pueden hacerte daño. 

Parpadeó y se volvió lentamente para mirarme.

—No puedo ir a casa.

—No tienes por qué —aseguré-. Puedes venir a New Orleans. Puedo instalarte allí.

Su ceño se frunció.

—Sergio está allí solo —murmuró—. No puede quedarse allí.

—Podemos ir por el y puede quedarse contigo. —Se le escapó un suave sollozo, la mirada de sus ojos me recordó el cielo gris justo antes de una tormenta.

Sacudió la cabeza, una única lágrima solitaria resbalando por su mejilla magullada. O quizá me la estaba imaginando y solo era agua de la ducha. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Mantendrás a salvo a mis dos hermanos? —susurró la pregunta—. Prométeme que los mantendrás a salvo.

—Lo prometo. Me agarró la mano y la apretó.

—No olvides tu promesa, Verstappen.

 Maldición, le fallé.

 La ira se apoderó de mí al ver a Sergio desaparecer de mi vista. Y demi vida.

Max Verstappen: [ Chestappen/Perstappen ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora