Platón,el hípeuranios y el demiurgo.

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—Prepárate, Liam, porque nos adentramos en las profundidades de la metafísica platónica —anunció Kaint con un aire solemne, mientras contemplaba la ciudad de Atenas desde la cima de la Acrópolis—. Para Platón, los esfuerzos de los filósofos presocráticos eran como una "primera navegación", un intento loable, pero insuficiente, por desentrañar los misterios de la realidad. Él se proponía ir más allá, emprender una "segunda navegación" que lo llevara más allá de lo material, hacia una causa suprasensible, capaz de explicar la totalidad de lo existente. Imagina a un navegante que, cansado de recorrer las costas conocidas, se lanza a la inmensidad del océano abierto, guiado por las estrellas y la intuición.

—Suena apasionante —respondió Liam, cautivada por la metáfora y por la pasión que Kaint ponía al hablar de filosofía—. Los presocráticos buscaban el origen del mundo en un principio material, el "arjé". ¿Qué buscaba Platón?

—Platón quería ir más allá de lo material —explicó Kaint—. Quería comprender el origen de la diversidad, de la multiplicidad de seres que pueblan el mundo. Y para ello introdujo el concepto de "participación". ¿Por qué algo es bello, Liam? Porque "participa" de la "Belleza en sí", es decir, porque refleja, de alguna manera, la idea platónica de Belleza. La belleza que percibimos en los objetos sensibles no es más que un pálido reflejo de la verdadera Belleza, que reside en un plano superior, en el "híperuranio", el "mundo de las ideas". Un cielo metafísico donde habitan las esencias eternas e inmutables de todas las cosas. Para Platón, el cosmos se divide en dos realidades: el mundo sensible, el que percibimos con los sentidos, y el mundo inteligible, el mundo de las ideas. Y es en este último donde se encuentra la verdadera realidad, el modelo a partir del cual se configura el mundo sensible.

—Es una idea un tanto... abstracta —comentó Liam, arrugando la nariz—. ¿Qué son exactamente esas "ideas", Kaint?

—No te imagines las "ideas" platónicas como meros conceptos mentales —replicó Kaint—. Las "ideas", o "formas", son entidades reales, pero no materiales. Son esencias eternas, inmutables, independientes de nuestra mente y del mundo sensible. Para Platón, las ideas no están "en ninguna parte", porque no son objetos espaciales. Residen en el "híperuranios", que no es un lugar físico, sino un plano de existencia superior. Y es en ese mundo de las ideas donde se jerarquizan todas las esencias, desde las más perfectas y universales, como la Belleza, la Justicia o el Bien, hasta las más concretas, como la idea de caballo o de mesa. Y es a partir de esas ideas que el Demiurgo, el artífice del cosmos, modela el mundo sensible.

—Es como si el mundo de las ideas fuera un gigantesco plano arquitectónico —dijo Liam, empezando a comprender—. Y el Demiurgo, el constructor que, siguiendo ese plano, da forma a la materia para crear el mundo que conocemos.

—Exacto. Y con esta teoría de las ideas, Platón intenta superar la disyuntiva entre Parménides y Heráclito —explicó Kaint, exaltado—. El mundo de las ideas representaría la permanencia, el Ser inmutable de Parménides, mientras que el mundo sensible sería el reino del devenir, del cambio constante de Heráclito. Para Platón, ambas visiones eran parciales. La realidad era una síntesis de ambas, una combinación de permanencia y cambio, de Ser y devenir. Y el motor de ese devenir, la causa de la multiplicidad del mundo sensible, no era otra que el mundo de las ideas.

—No sé yo, Kaint —dijo Liam, escéptica—. Todo esto del mundo de las ideas me parece demasiado... abstracto, demasiado alejado de la realidad. Como si Platón fuera más un teólogo que un filósofo.

—Bueno, es cierto que Platón tenía una visión muy particular de la divinidad —admitió Kaint—. Pero no nos adelantemos. Para entender a Platón en toda su complejidad, tenemos que hablar del "Timeo", uno de sus diálogos más difíciles, pero también uno de los más fascinantes. En él, Platón nos ofrece una explicación detallada de cómo se originó el cosmos. Prepárate, Liam, porque la cosa se pone interesante.

—No me digas más, Kaint —pidió Liam, con los ojos muy abiertos—. Estoy deseando escucharlo.

—Según Platón —comenzó a explicar Kaint—, en el principio era el Bien, o el Uno, que en algunos diálogos como el Banquete identifica con la Belleza. Este Bien-Uno es el principio de todo, la fuente de la existencia, de la verdad y del conocimiento. Pero el Bien-Uno no está solo. Junto a él existe la Díada, el principio de la multiplicidad, una especie de sustrato informe que, al entrar en contacto con el Bien-Uno, da origen a las ideas y a las entidades matemáticas. Y es aquí donde entra en escena el Demiurgo.

—¿El Demiurgo? —interrumpió Liam—. ¿Quién es ese?

—El Demiurgo es una especie de dios artesano, un ser inteligente y bondadoso que, contemplando el mundo de las ideas, decide crear un cosmos a su imagen y semejanza —explicó Kaint—. Es como un alfarero que, con sus manos, va modelando el barro para crear vasijas a partir de un modelo ideal. El Demiurgo, tomando como referencia el mundo de las ideas, da forma a la materia-espacio caótica en la KHÔRA (χώρα en griego) una especie de receptáculo donde el ser ocurre y tiene lugar para crear el cosmos sensible, el mundo que conocemos. Y lo hace, no por necesidad, sino por bondad, porque desea que exista algo bello y bueno.

—Es una idea preciosa —dijo Liam, conmovida—. Pero si el Demiurgo es bueno y el mundo es creado a imagen del Bien, ¿de dónde procede el mal?

—Esa es una pregunta que ha atormentado a los filósofos durante siglos —respondió Kaint—. Para Platón, el mal no es una entidad en sí misma, sino una especie de residuo del caos original, una imperfección inherente a la materia. El Demiurgo hace lo que puede con la materia que tiene, pero no puede eliminar por completo el desorden y la fealdad. De ahí que el mundo sensible, aunque bello, sea también imperfecto y esté sujeto al cambio y a la corrupción.

—Entiendo —dijo Liam, pensativa—. Pero háblame más de ese Demiurgo. ¿Es como el Dios de los cristianos?

—No exactamente —respondió Kaint—. El Demiurgo platónico es un dios creador, pero no es omnipotente ni omnisciente. Es un ser limitado por la propia naturaleza de la materia. Y a diferencia del Dios cristiano, que crea el mundo de la nada, el Demiurgo platónico modela el cosmos a partir de una materia preexistente. Es importante entender que para los griegos, la idea de creación desde la nada (ex nihilo) era inconcebible. El cosmos era eterno, sin principio ni fin. Y el Demiurgo, más que un creador en el sentido estricto, era un ordenador, un artífice que daba forma a una materia eterna e inagotable.

—Es una visión muy diferente de la que estamos acostumbrados —reconoció Liam—. Pero tiene su lógica. Si el cosmos es eterno, ¿cómo iba a ser creado en un momento determinado?

—Exacto —dijo Kaint—. Para los griegos, la eternidad del cosmos era un axioma, una verdad evidente por sí misma. Y esa visión del mundo tuvo una gran influencia en el pensamiento occidental, incluso en la filosofía cristiana.

—Es increíble cómo ideas tan antiguas pueden seguir teniendo tanta fuerza —dijo Liam, maravillada.

—La filosofía es un diálogo interminable —respondió Kaint con una sonrisa—. Y las grandes preguntas, las que se planteaban los griegos hace más de dos mil años, siguen vigentes en nuestros días. Por eso es tan importante volver a las fuentes, releer a los clásicos, para encontrar nuevas respuestas a los viejos interrogantes.

Y mientras el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas, Liam y Kaint se quedaron en silencio, cada uno absorbiendo la inmensidad del legado filosófico que había nacido en esa tierra milenaria. Un legado que, como las propias piedras de la Acrópolis, había resistido el paso del tiempo y seguía interpelando a la humanidad con la misma fuerza que el primer día. 


Jóvenes filósofos rebeldes: Grecia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora