4 | Caden

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Llego unos minutos antes al instituto; por suerte, aún no hay nadie. Les preparo a mis alumnos algunos detalles para despedir la primera mitad del año. Quiero que todo sea una sorpresa. Me hace mucha ilusión poder darles algo a cambio de las alegrías que ellos me dan a diario.

El año pasado, cuando comencé en esta academia, empecé a ver y sentir la música, y el arte en general, de una manera distinta a como lo hacía antes. Aprendí a encariñarme con la docencia y con el arte de enseñar. Porque sí, lo considero un arte, y uno de esos que no es para cualquiera.

Profesor puede ser cualquier persona que se lo proponga, pero un docente que deje una huella, una marca, un aprendizaje, un algo en sus alumnos, es lo que aspiro a ser en la vida. Y quienes me lo enseñaron fueron estos chicos.

Se acerca la hora de la entrada y los chicos empiezan a llegar en pequeños grupos. Tengo la suerte divina de contar con un grupo reducido de quince estudiantes, que más que un grupo son un equipo. Muy unidos y compañeros entre todos, al menos en mis clases.

—Buen día, profesor.

—Buen día, Bea.

Bea es una chica fantástica, de las alumnas más comprometidas y disciplinadas que he tenido. Además de ser un encanto de persona; tiene una personalidad fascinante y un rendimiento académico increíble.

—Hoy se cumple un mes desde que comencé con la transición —me cuenta mientras se acomoda en su asiento.

—Felicidades, peque —le digo sonriendo—. ¿Cómo te sientes con eso?

—Contenta. De hecho, estoy muy contenta.

—Me alegro muchísimo. Estoy aquí para cualquier cosa que necesites y estoy seguro de que tus compañeros también lo estarán.

—Gracias, Caden.

—Nada que agradecer, cariño.

Sigo con lo que estaba haciendo en la computadora. Pasan unos segundos y ella se acerca.

—Gracias.

—Realmente, no hay nada que agradecer, corazón.

—Sí que lo hay —respira—. Usted y sus clases me han cambiado la vida. Nunca he sido tan libre como dentro de estas cuatro paredes.

Los ojos se me empañan y no puedo creer estar escuchando estas palabras de uno de mis alumnos. Sí, claro que me esfuerzo todos los días de mi vida para que tengan la mejor versión de mí posible, pero uno nunca está preparado para este tipo de situaciones, donde todo lo que algún día soñaste ser para tu carrera profesional y para tu persona, alguien más te lo reconozca.

—¿Puedo darte un abrazo? —me pregunta.

—Claro que sí. —me levanto de mi silla.

Me abraza y siento cómo todo cobra sentido. Escucho un leve sollozo en mi hombro y le susurro:

—Gracias a ti, por estas palabras y por ser tan increíble.

Nos separamos del abrazo, volvemos a nuestros lugares y, unos minutos después, doy comienzo a la clase. El resto del alumnado me saluda y yo a ellos.

Les doy permiso de que abran los paquetes que les fui dejando en sus respectivas mesas. Pequeñas cajitas que contienen una carta escrita por mí, una foto de todo el grupo en una de nuestras salidas didácticas y una pulsera personalizada con un dije que los representa: una guitarra eléctrica, un micrófono, un gatito, un lápiz, una pluma, entre otros.

—Espero que les guste. Sé que no es mucho, pero es honesto —me río.

—Es perfecto —dice Anaís mientras se levanta e impulsa a sus compañeros a hacerlo también para, todos juntos, darnos un merecido abrazo grupal.

No puedo evitarlo, los ojos se me vuelven a aguar. Se me aprieta el pecho y siento que este es el cariño que merezco, que merecemos todos. También siento que muchas veces, reacciones y actitudes del estilo, fuera de contexto, nos sirven demasiado para analizar situaciones personales, llevarlas a los extremos, y encontrarles un sentido.

No podemos pretender que siempre el amor sea cien por ciento recíproco. Hay veces que deja de serlo y no hay por qué forzarlo.

Vuelvo a concentrarme en el abrazo, los miro, sonrío y considero que no hay mejor forma de despedirme de las clases que esta: un abrazo, literalmente, pero no solo físico, sino también un enorme abrazo al alma.

El eco de mi almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora