10 | Caden

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Luego de un camino tan silencioso como abrumador, llegamos. Las montañas están tan lindas como la última vez que vinimos.

Estaciono el auto en un pequeño garaje pegado a la cabaña que será nuestra casa por estos días.

Bajamos y el aire fresco nos abraza.

Cierro la puerta del vehículo y camino hasta la entrada de la cabaña. Miro a lo lejos y el paisaje sigue intacto. El verde sigue verde. La pureza continúa ilesa. Nosotros dejamos de ser nosotros. Y eso se nota.

—Sigue todo igual de hermoso —Danno es quien rompe el silencio.

—Como nosotros —bromeo.

Se ríe, pero no como siempre. Es una risa vaga, como si fuera por compromiso. Estamos tan incómodos que no nos reconozco. Intento pensar en otra cosa. Intento, pero no puedo.

—Nos extraño.

—Yo también.

—Duele extrañarnos, ¿no? —pregunta.

—Lo bueno es que nos tenemos enfrente.

Deja de mirar el horizonte para mirarme a mí. Suelta el aire. Lo deja ir, pero no deja de mirarme.

—¿Me das un abrazo? —Ahora soy yo quien pregunta.

No responde, simplemente lo hace. Lo aprieto fuerte y él a mí, como si fuera el último abrazo de nuestras vidas. Luego de unos segundos, nos separamos y le ofrezco comenzar a bajar las cosas. Tenemos mucho por desempacar y ordenar. Abro la puerta del auto del lado del acompañante y del cofre saco las llaves de la cabaña.

—Caballero, ¿me hace los honores? —vuelvo a molestarlo.

—Claro —hace una reverencia y continúa con mi broma.

Me toma de la mano, me lleva hasta la entrada, introduce las llaves y las gira. La puerta principal se abre y el aroma me cristaliza los ojos. No puede ser que siga oliendo de la misma forma que hace tantos años, aún estando casi deshabitada. La casa que nos hizo ser y nos vio crecer hoy nos habita a nosotros en nuestra despedida. Qué locos son los ciclos y las vueltas de la vida.

Comienzo a bajar los bolsos y las maletas. Le pido a Danno que los vaya abriendo mientras yo termino de bajar todo, para luego poder desempacar juntos.

Me detengo en la entrada para observarlo. La ilusión en los ojos, la cara de cansancio, el cabello alborotado. Quiero hacerlo feliz. Lo merecemos.

—Tengo una idea... —le digo.

—¿Qué idea?

Abro uno de los bolsos que Danno no sabe qué tienen dentro y saco dos mantas. Su manta. Y la mía. De cuando teníamos dieciséis. Me mira y me sonríe.

—Las trajiste... —dice emocionado.

—No sería lo mismo sin nuestras fieles compañeras.

Me abraza y se me reinicia la vida. Le tomo la mano, lo separo y lo invito a que me acompañe.

Una vez estamos afuera, elegimos un lugar bonito para poner las mantas. Acomodo primero la mía, me tumbo sobre ella y lo tiro hacia mí. Danno cae encima mío como en esas películas mega clichés que tanto nos gustan. Apoya los brazos en el suelo a los lados de mi torso, quedando yo en el medio. Le corro el cabello del rostro, acaricio sus mejillas y las aprieto con ambas manos. Abandona la posición en la que estaba. Deja de mantenerse en el aire con sus brazos flexionados para acurrucarse en mi pecho. Me mira y me besa. Una, dos, tres, mil veces.

—Me quedaría toda la vida acá, así, Caden.

Pienso que yo también me quedaría así toda la vida. Con él entre mis brazos, besándonos en este lugar maravilloso, mirando el paisaje que vio nacer nuestra relación. Pero no lo digo. Solo le sonrío y lo vuelvo a besar.

—Te quiero.

Ahora sí respondo.

—Te quiero muchísimo más.

Siempre pensé que lo mío con Danno sería eterno. Que estaríamos juntos la vida entera. Que nunca nos separaríamos, y de hacerlo, volveríamos al poco tiempo. Y lo sostengo. No creo poder mirar a nadie más como lo miro a él. No creo que ninguna otra persona me mueva el mundo entero con un simple beso de menos de cinco segundos.

—¿En qué piensas?

—En ti.

—¿Ah?

—Sí, en ti. En lo mucho que me gusta estar así contigo. Sin que nada ni nadie nos moleste. Sin que nada ni nadie nos interrumpa. Solo nosotros, el sol, el aire fresco, nuestras mantas y tus besos.

—No puedo creer que casi siete años después sigas haciéndome sonrojar.

—Yo no puedo creer que casi siete años después una persona pueda llegar a hacerme sentir la misma efervescencia en el estómago que el primer día que me dio un beso. Acá, entre estas montañas, en esta misma cabaña y sobre estas mismas mantas.

El eco de mi almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora