𝟕. 𝐏𝐋𝐀𝐘𝐈𝐍𝐆 𝐆𝐎𝐃

260 21 17
                                    

JUGANDO A SER DIOS


El amor era una enfermedad mental inofensiva.

Rosalind había oído esa frase en una película. Pero en las películas mentían, ¿no?

Las mujeres bonitas se empolvaban la cara y sonreían detrás de las cámaras, sus sonrisas eran tan falsas que parecían joyas podridas. Y recitaban mentiras, fachadas escritas en papel frágil, letras curvadas como la curva de un pecho o el ardor de un beso.

Y mintieron sobre el amor. No era perfectamente espléndido. No era hermoso ni romántico. El amor era un perro del infierno; un perro peligroso y sangriento que desgarraba el alma y luego la cosía y la desgarraba y la cosía hasta que los jirones quedaban tan dañados que no era posible repararlos.

Rosalind reflexionó mientras paseaba por la mansión, con los dedos trazando cuadros dormidos y los pies descalzos pisando el frío mármol. El silencio era mortal, como la quietud de un cementerio sagrado que se marchita cerca de una iglesia abandonada.

El aire también era frío, lo que hizo que se le pusiera la piel de gallina debajo de la bata de seda roja que vestía, bordada con encaje del color de las granadas. Necesitaba volver a su dormitorio.

Pero entonces lo oyó, un gemido apagado y silencioso. Rosalind se detuvo en seco, con los dedos apretados y las cejas fruncidas en señal de concentración. ¿Estaba soñando otra vez? El nanosegundo de incertidumbre que se apoderó de su cerebro fue suficiente para dejarla aturdida. ¿Y si estaba atrapada en un bucle de sueños, y su mente era incapaz de distinguir entre la cruda realidad y las cámaras de su subconsciente?

Otro gemido, un sollozo, un grito. Se acercó un paso más. Sollozo. Identificó la fuente del sonido. La oficina de Tom. Sollozo. La heroína tocó la puerta, el cuadro cercano, su cabello, cualquier objeto físico que pudiera verificar su conciencia. Sollozo. Se pellizcó. No, esto era la realidad. Estaba despierta.

Al abrir la puerta, Rosalind encontró a Tom recostado en su silla, tamborileando rítmicamente con los dedos sobre el escritorio. Justo frente a él estaba sentado un niño –de no más de cuatro años– que supuso que había estado haciendo los ruidos que pedían su ayuda.

—Rosalind, veo que finalmente has llegado —saludó Tom, dejando su asiento y dirigiéndose hacia ella. La heroína miraba perpleja la espalda del niño, preguntándose por qué él no reaccionaba ante su presencia. Los lloriqueos no habían cesado.

—¿Me estabas esperando? —preguntó, con la vista todavía clavada en el niño inmóvil. Una especie de misterio emanaba de él, un aura inquietante que le decía que no era un niño cualquiera. ¿Qué esperaba de Tom, de todos modos? Seguramente no era nada inusual.

—Toma asiento, por favor. —Abrió la puerta más ampliamente para que ella entrara y ella lo observó fijamente durante un momento antes de entrar. La reticencia era evidente en sus pasos, especialmente cuando se dio cuenta de que no llevaba nada más que una bata en su oficina, a las dos de la mañana. La idea le trajo dolorosamente recuerdos de adolescencia que confundió con nubes de ensueño después de tantos años de amarga soledad.

Rosalind eligió la silla del lado izquierdo del escritorio y, antes de sentarse, vio el cuerpo que estaba sentado al otro lado del escritorio. Se le escapó un jadeo y el oxígeno se le restringió de forma alarmante mientras su rostro se ponía del color de la tiza.

El niño –o criatura– no tenía rostro, las cuencas de los ojos estaban vacías y no había nada que mirar excepto una oscura negrura. Su nariz y boca eran solo un trozo de piel, su rostro carecía de cualquier rasgo humano que lo hiciera menos aterrador. Ella estaba completamente desconcertada, tanto que tuvo que sentarse en silencio durante un par de minutos.

THE DARK SIDE 2 | TOM RIDDLE ✓ [X]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora