Al sonido del jazz

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Él se había ido y tú lo habías abandonado. Como cada vez, prendiste una que pretendía tener vida, una que te dejaría dormir hasta volverse un clavo en el cuello. Aún encendida no hace ni paz ni tranquilidad, ni completa oscuridad ni completa luz.

Te cepillas los dientes, por abajo a un lado, por arriba al otro, por abajo de nuevo, de nuevo a arriba. Escupes, llenas de agua tu boca, te molesta sentir que tu boca nunca está limpia. La mirada en el espejo no dice nada, sonríes. Olvidaste la última vez que te salió una carie y las veces que pensaste que el amarillo iba a desaparecer. El espejo no dice nada de ti, de nuevo, pero algo te recuerda al primer momento que exprimiste un grano.

La melodía es tranquila, un último suspiro inmortal. La cabeza te habla con dolor, continuamente te pide que busques una respuesta, hoy, es el calor. Un movimiento de arriba a abajo, simple, tedioso, un olor a humedad limpia sin pizca de satisfacción. Cómo ibas a gozar de ese olor cuando te asfixia, te persigue por toda la casa, cuando duerme y sientes que te observa, cuando duermes y sientes que te toca, cuando tienes que controlar tus movimientos hacia arriba para que todo no se vaya abajo.

La melodía te trae recuerdos. Esa noche te habías puesto a escribir tu sensación de libertad y amor. Libertad porque podías hacer lo que sea. Y un amor que te llenó por dentro, que aún al borde del congelamiento, te hizo dormir.

Antes de salir por la puerta viste el jazz con los ojos cerrados, fuera de eso ya no eres nada.

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