Las piedras del cielo

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Desde hace unos meses que las piedras comenzaron a caer del cielo. No hay respuestas ni te importan. Te acostumbraste casi al instante a dejar de ver a nadie por tú ventana, los únicos que se atrevían a salir eran aplastados por las piedras, algunas del tamaño de un coche. Te acostumbraste a que la lluvia ya no mojase, a que el sol ya no quemase, a que los ojos ya no te juzgarán, pero tú ya te habías habituado hace mucho tiempo.

Uno de los primeros días que las piedras aparecían, viste como un conocido corría dejando un camino de sangre hasta que una de las piedras cayó en su hombro, y él con la piedra.

Tiraste a la basura un pañuelo con sangre, tu nariz era muy sensible. Los únicos recuerdos que tienes de cuando la sangre no salía, son, en esencia, los únicos recuerdos que tienes. Los recuerdos no dicen nada de ti. Tampoco sabes qué es lo que quieres.

La ventana te enseña algo. Una persona camina sin rumbo, como si las piedras del cielo fueran un invento del gobierno. Otra persona apareció, luego otra y ahora todo un grupo de unas 11 personas desafiaban al cielo. Tú esperaste casi con impaciencia que las piedras destrozasen esas cabezas como siempre. Ninguna piedra cae, más personas se unen, todas bailan una danza sin sentido. Te sientes golpeado por una piedra. 

Ahora sí, algunas piedras, aunque pequeñas, eran disparadas del cielo. La gente ni se inmutaba, la gente ahora eran decenas y no tardaron muchos minutos en ser centenas.

Piedras se estrellan entre la danza colectiva, nadie interrumpe el baile, la sangre fluye al ritmo de los pasos. Unos dejan de moverse en un instante, o según el tamaño de la piedra, siguen hasta el final. Todos se ríen, disfrutan juntos de nuevo, aunque fuera la última vez. Sentiste que otra piedra te desfiguraba, de dentro hacia fuera.

Te dolía la cabeza ver cuántos más se iban uniendo, no había razonamiento alguno que hiciera que las piedras dejasen de impactar en tu pecho. Querías llorar, no importaba cuanto hubiesen vivido, habían muerto bailando, tu odiabas bailar. Querías llorar, pero no podías llorar, olvidaste llorar. Querías gritar, pero nunca habías gritado, te considerabas a ti mismo como un chico bueno. Querías golpearte a ti mismo, pero no podías, tenías que amarte a ti mismo.

Abriste la ventana, viste suficiente distancia entre ti y el suelo. Pero te paralizó la angustia.

Mientras llovían piedras un grito silencioso desgarró tu rostro.

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