El Secreto de Juan - Parte I

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PARTE 1

Él no sabía que había pasado, no sabía nada, eso es todo lo que había dicho.

La madre de Juan bloqueaba la puerta, como de costumbre él quería escapar a casa de su abuela ni bien salía el sol. Pensó en agarrar algo de comida: una manzana podrida y galletas. Y luego salir por la ventana. Su madre apareció, le dijo que hablara con su padre, que lo mirara a la cara, que había vuelto a la bebida, que un día lo iba a encontrar muerto. Él, sin más paciencia, apartó a su madre y pasó por la puerta. No quería tener nada que ver con nadie, solo quería volver a la tranquilidad de antes. No, Juan sabía que el mundo había cambiado y él tenía que cambiar también.

Camino abajo, los ojos de los pueblerinos se sienten como un susurro en la nuca. El cielo comenzaba a aclararse, el viento levantaba las hojas de los árboles. Juan se sorprendió de otro caminante, era La Señora, o como habían apodado a su amigo de pelo largo. La Señora lo saludó, Juan hizo un gesto con la cabeza y siguió caminando. El chico lo siguió con la mirada y le preguntó por la familia. Juan, alterado, llegó a él de una zancada e hizo su intento de amenaza. La Señora no movió un pelo, solo mostró sus arrugas en una expresión que gritaba: ¿Qué pasaba con Juan? La Señora le dijo que tenía entendido que no le importaba lo que había pasado. Sin decir nada, Juan se alejó y tomó un atajo. No quería ver la cara de los otros, sentía náuseas cuando lo hacía, y a veces, incluso de la suya.

Los árboles cubrían a Juan, que después de haber bajado por todo un camino lleno de barro escuchaba, todavía lejos, la corriente del río. Más tarde vio que se equivocó de camino, tenía que estar al otro lado del agua. No sabía si tardaría más si volvía por donde vino o si subía la montaña y pasaba por el puente. Eligió lo segundo, a pesar de que no le entusiasmaba la idea de una aventura, y luego perderse entre el bosque, o la selva, no entendía la diferencia entre ambas. Mojado por el sudor se sentó en una roca y sacó las galletas, mantenía la vista clavada en el paisaje, en los kilómetros infinitos de verde y azul mañaneros. Ni bien mordió una galleta escuchó algo moverse, algo grande. Si bien grande podía ser una ardilla, también podía ser un elefante. Al alejarse para coger un palo o algo con lo que defenderse, se encontró con que un niño le hurgaba la mochila. Por menos de un segundo, lo primero que Juan pensó es que se trataba de un duende, con los largos y grasientos pelos apuntando hacia el sol, vestido con trozos de tela deshilachados y lleno de barro. Juan se quedó quieto mientras el niño hacia su trabajo. Con solo ver la manzana decidió tirarla al suelo, en cambio el olor a vainilla de las galletas hizo que se las llevara. A pesar de que sabía de la presencia de Juan, se fue caminando mientras hacía crujir las galletas. Cuando Juan recobró el sentido, se puso la mochila, agarró el palo con más fuerza y corrió a por el niño. Con el paquete de galletas vacío a un lado, Juan lo encontró inconsciente.

Juan vio al niño dubitativo, le hablaba, pero no obtenía respuesta. Le dijo que si no se levantaba ahora le iba a dar con el palo, lo insultó y le dio unos cachetazos. Pero nada. Juan se calmó porque el niño aún respiraba, pero justo en ese momento dejó de hacerlo. Él se alejó unos pasos. De un salto, un pájaro lo hizo ponerse en guardia. Disimuladamente miraba a su alrededor, buscaba. Entre los árboles y arbustos, una presencia lo inquietaba. No temblaba, no corría, no podía. Algo lo observaba, algo más grande que un elefante, y no sabía desde dónde. Ese era el mayor miedo. Se aferró al palo, cuidaba sus movimientos y donde pisaba. Una gota de sudor entró a uno de sus ojos y pegó un chillido. Tras dar suficientes vueltas sobre sí mismo se dio cuenta de que el niño ya no estaba.

Como una corona, el sol se posaba sobre Juan. Había acelerado sin parar hasta llegar a la cumbre de la montaña. Entre bocanadas de aire, se decía a sí mismo que, a lo que fuera que hubiese estado ahí abajo, ya le dejó el polvo. Se sintió un poco más fuerte. Al lado del puente, puso su mano sobre su frente para apreciar un grupo de pájaros siendo llevados por el viento. Se preguntó qué se sentiría ser parte de esas aves, que se sentiría poder volar, que sentiría si en pleno vuelo un día, sin razón aparente, sus alas dejaran de obedecerlo. Otra idea le surge mientras camina por el puente colgante, ¿y si el niño es un fantasma? ¿O una alucinación? Pero no tuvo la oportunidad de decir que era una estupidez, porque delante suyo, al otro lado, podía ver la sonrisa del niño. Juan se hizo sombra con su mano para apreciar mejor. Antes de poder enfocarlo siquiera sintió un temblor en sus piernas, el niño estaba saltando sobre el puente. Juan comenzó a gritarle y a tirarle todo los insultos que sabía —no eran muchos—, tres o cuatro eran todos. No tenía ningún miedo a las alturas pero tampoco pasaba la necesidad de morir, ninguna tabla se iba a romper, las cuerdas aguantarían, estaba seguro de eso, pero tampoco era un gran puente, la cuerda de la que se agarraba le llegaba hasta a la cintura, y caer en una de las aperturas era caer al precipicio. Una vez hubo avanzado lo suficiente, Juan vio cómo el niño se ponía en marcha, corriendo al mismo tiempo que daba un grito de victoria. Ambos seguros de que se encontrarán de nuevo.

Luego de aliviar su estómago y limpiarse con su mano izquierda, Juan lanzó los pañuelos a la lejanía, también, con la izquierda. Reservaba su mano derecha por si en algún momento sentía la necesidad de comerse la manzana, que la llevó consigo a pesar de estar manchada de barro —eso era lo de menos—. Una vez bajó la montaña pudo encontrar un camino, supuso que más adelante encontraría algún punto de referencia o que terminaría en casa de su abuela de alguna u otra manera. Mientras caminaba pensó en que hace solo un rato su vida pudo terminar —intentaba darle más importancia de la que realmente sentía—. En ese momento —cuando estaba en el puente— su vida no pasó por sus ojos, no vio a su madre, no vio a su padre, ni su abuela, tampoco pensó en sus amigos, vaya, casi ni se preocupó por su propia vida. Pensó que tal vez estaba muerto por dentro, que era como una piedra y ya nada lo podía hacer estremecer —olvidándose de cuando huyó del fantasma—, entonces, se dio cuenta de que tal vez el viaje no era del todo en vano. Al fin se estaba volviendo en lo que pretendía, podría continuar sin ningún tipo de preocupación, podría hablar con su padre como antes (a pesar de su nuevo rostro —se aclaraba a sí mismo—), la relación con sus amigos volvería a la normalidad, y podría visitar la casa de su abuela cuantas veces quisiera. «Sí, eso es lo que debo hacer», dijo él, pero eso no era lo que verdaderamente quería. Pronto se dio cuenta de que a pesar de tenerlo todo claro, de saber que hacer y que conseguir, algo dentro de él no se apagaba. Pero él sabía la respuesta, no era más que una sugerencia a sí mismo, si quería —como él decía— salvarse, no podría salvar a los demás. «¿Y a mi que me importan los demás?», se decía Juan regularmente, desde que pasó lo de la abuela.

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