El Secreto de Juan - Parte II

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PARTE 2

A un borde del río, Juan se percata de una figura, apenas visible entre las hojas de los árboles. Al acercarse, ve al duendecillo sentado sobre una gran roca. Por fin, «al fin», dijo Juan cuando supo que podía hacer el rol de cazador. Por un breve instante se vio a sí mismo como un depredador, no por ninguna razón, no necesitaba ninguna razón para poder masacrar a su presa, el mero hecho de poder hacerlo bastaba. Atrás de un árbol, Juan entrecerró los ojos, vio que el niño lloraba, decía algo. «Pe-perdóname. Yo-yo te...», repitió lo mismo unas cinco veces y en ninguna Juan podía entender qué era lo que decía. El niño también sostenía una caña de pescar que se basaba en un palo y un hilo amarrado en un extremo. Sacando el cebo del agua, Juan escucha que dice otra cosa: «abuelita», y luego se ahoga en llanto. El niño arquea la espalda, lanza el cebo y ambos caen al agua. Juan no sale de su escondite esperando a que el niño saliese en cualquier momento. No sucede nada, la caída enturbió el agua por lo que Juan no puede ver nada, el canto de los pájaros lo irrita y lanza piedras a los árboles. Se quita la mochila dispuesto a saltar, pero hay un problema, Juan no quiere entrar al agua porque está traumatizado —o eso cree—. El tiempo sigue corriendo pero Juan sigue dudando, ¿recordaba cómo nadar? ¿Y si terminaban ambos ahogados? Para Juan, que el agua estuviera turbia era la peor parte, no quería ni pensar en la sensación de nadar a ciegas, faltaría más, teniendo que salvar otra vida además de la suya. Un momento, se dijo Juan, ¿y las burbujas? ¿Por qué el niño no hizo siquiera el intento de nadar? ¿El niño de verdad era un fantasma? ¿Si ya se ahogó para que tomar el riesgo? «¡MIERDA!», dijo al aire y, sin tomar un poco de este, saltó al agua.

Juan sale del agua. Lo había vivido todo otra vez, «¡LO MISMO!», como gritaba él. A duras penas había hundido su cabeza en el agua cuando se puso nervioso y se olvidó del niño. Se movió con tanta fiereza que se terminó extenuado en cuestión de segundos. Quedó flotando, con los brazos apuntando hacia arriba, la boca abierta y sin pizca de esperanza. No vio su vida pasar, ni a sus amigos ni a su familia, solo a su abuela, eso sí que fue distinto. Tampoco sintió esa tranquilidad, esa paz que ahora tanto necesitaba. A diferencia de la última vez, una semilla, como un metal candente, terminó germinando hasta formar un árbol dentro de él, cuyas ramas traspasaban su pecho. No quería morir. No, no podía. Después de apoyarse en la que luego se dio cuenta que era la caña de pescar del niño (casualmente colocada como punto de apoyo) y salir, no encontró su mochila por ninguna parte. De nuevo le robaron. Y las pequeñas marcas de agua servían como prueba de que el niño era tan real como él.

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