El Secreto de Juan - Parte III

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PARTE 3

El sol aún está alto, pero poco a poco va cayendo, va cayendo cuando Juan se da una ducha en una cascada, cuando corre para secarse más rápido, cuando ve como una nube se parte en dos mientras está acostado en el suelo, cuando corre de nuevo porque estuvo perdiendo el tiempo, cuando tararea una canción, cuando baila, cuando crea su propia canción: «El cielo estaba verde, y yo caminando por el pasto, azul. El cielo estaba verde y yo, soy... soy un atún. El cielo estaba verde, y me comieron. El cielo estaba verde, y yo les di veneno. El cielo estaba verde, les dije, y todos me creyeron». La luz del sol seguía marchitándose cuando Juan tuvo que enfrentarse a sus memorias. Desde un gran pozo lentamente emergen unas palabras: «Tus amigos y tú, la sonrisa de tu padre... que ya no verás nunca más, la separación inminente de tus padres... por tu culpa. Todo por lo que le hiciste a tu abuela». Se detiene y observa en el suelo: sangre.

Juan sigue el rastro de sangre corriendo sin apenas tomar aire, incluso su rostro se torna ligeramente azulado. Como si de un trance se tratase, ignora su propio cansancio. Corre por una bajada empinada, al caer se hace un corte y ahora va dejando su propia ruta, sangrando a través de la mano derecha. Se levanta y sigue corriendo. Cuando el rastro se termina, el duendecillo vuelve a hacer una de sus apariciones, solo que esta vez está tendido en el suelo, envuelto en sangre. El segundo en tenderse sobre el suelo es Juan. Pero no hay tiempo para desmayarse, vuelve a levantarse. Se acerca al niño, lo carga sobre su espalda y repite sin parar «Te llevaré a casa de la abuela. Maldita sea, nos vamos a casa. Aguanta, ya casi llegamos». Un rato después, cuando la lluvia se cierne sobre ambos, Juan empuja una puerta y entra con el niño.

Una anciana estaba probando la sal de su caldo. El olor se mezcla con la madera de la cabaña, que ya tiene sus años, y que aun así no entra una sola gota de agua. El cucharón se le riega encima cuando la puerta del hogar se abre de una patada.

Juan entra a la casa y, apenas recuesta al niño en una mesa, cierra la puerta. La anciana, sin decir nada, baja al niño de la mesa, lo sienta en una silla y atiende sus heridas. La herida de Juan se cerró por sí sola pero todavía goteaba un poco. Él contempla en silencio el hogar, el ambiente, el aroma, tiene un recuerdo y sonríe por un instante, pero agita su cabeza dándose cuenta de que la anciana lo está observando fijamente. Juan aparta la mirada hacia la olla con el caldo, el hambre le llega como un disparo. La anciana se lleva al niño lejos de la vista de Juan, que se agarra una mano con la otra mientras ve como una espuma crece en la olla. A punto de derramarse, la anciana en un movimiento rápido pone la olla con el caldo en otro sitio y apaga el fuego. Arropada con un poncho negro y espeso, se sienta frente a Juan. Él se pregunta qué pasa con la mirada de la anciana, no podía mantener ni un segundo de contacto visual, ¿era por sus arrugas? ¿Por el contraste entre un hogar tan apacible y una vieja amargada? ¿Tan siquiera pestañeaba? Una vez el olor del caldo se disipa, ella se dispone a hablar. «¿Qué pasó?», es lo único que dice, Juan logra mirarla a los ojos mientras da su explicación de cómo encontró al niño; cuando termina, vuelve a bajar la mirada y a frotarse el brazo. Ella siguió preguntando, qué le pasó en la mano, qué hacía por allí, qué si no tenía padres, por qué andaba solo, por qué el niño lo intentó tirar de un puente, y una larga lista que parecía querer quebrar la paciencia del chico. Juan se sintió mareado, no solo por todas las preguntas. A la mitad del cuestionario había sentido un tremendo bajón, pensó que estaba como un adicto sin su droga. Una vez la anciana había culminado su propia película mental, Juan se sintió satisfecho por cómo había resumido toda su historia, aunque por un momento se le helo la sangre de pensar que había quedado como el chico que persiguió a un niño hasta el fin del mundo solo para darle la paliza de su vida. Pero no podía ser, y aunque así fuera, ella debió de entenderlo sin malinterpretaciones. Tampoco pensó más en eso, más bien se preguntaba si le iban a tratar su mano, o si en algún momento la vieja fuera a dejar hablar como si siempre estuviera molesta, o si le iban a ofrecer un poco de caldo porque se retorcía de hambre.

Cuando la anciana se levanta a servir un plato de caldo Juan vuelve en sí, pero solo se estaba sirviendo a sí misma. Juan, pensando que lo último que le faltaba es que la anciana se pusiera a degustar en su cara, ve como ella se regresa a la cocina. Los ojos de Juan se vuelven a abrir, se abren primero de alegría y luego de desquicio cuando ella pega un giro a la derecha y la pierde de vista. Las últimas esperanzas de Juan se desvanecieron cuando escuchó a la anciana gemir, ¿estaba llorando? Así estuvo ella hasta que el caldo dejó de humear y pasó a estar tan frío como el agua de afuera. Juan permaneció todo el tiempo sentado, a veces también gimiendo de dolor, a veces también cabeceando, pero no podía dormirse con una vieja loca tan cerca. Tenía el plato frío a su alcance, no se lo habían servido a él así que no podía tocarlo, ni saborearlo. Se cuestionaba si la vieja lo ponía a prueba, o tal vez la comida sí era para él, o lo querían engañar para envenenarlo, tal vez era una bruja, o simplemente estaban jugando con él y después lo echarían de allí a patadas, o, de una en un millón de posibilidades, la anciana de verdad pensó que tenía en su hogar al asesino (potencial) de su niño. Entonces, en una revelación, Juan pensó en comerse el caldo y desaparecer de allí, pero como un chiste que se extiende más de lo que puede, la anciana volvió a la mesa y echó el plato de comida de vuelta a la olla para volver a calentarlo. Juan, derrotado desde cualquier perspectiva, no vio más opción que dejar caer su cuerpo en la silla. La vieja, sentada otra vez, le habló de nuevo.

—DIME QUÉ HAS HECHO.

Juan alzó la vista de nuevo, creía que ya no tendría miedo de su mirada, pero cuando vio que a pesar de haber estado llorando todo ese tiempo su rostro siguiera igual de hecho mierda que antes, su sangre volvió al cuerpo, pero aún tratando de ponerse alerta como una presa que sabe que está siendo cazada no logró recomponerse.

—La gente como tú, lo puedo ver en sus ojos, ocultan algo y por eso no pueden mirarme. ¿Cómo te llamabas?

—Juan —la anciana apartó por primera vez la vista de Juan, pero continuó.

—Vas por ahí buscando problemas, ¿Qué quieres?

—Tengo hambre —aunque lo intentaba, no podía dejar de hablar en suspiros.

—Juan, contéstame, ¿Qué le has hecho a mi niño?

—Yo no fui —Juan se llevó las manos a la cabeza y apoyó los codos en la mesa.

—¿Qué has hecho Juan? Contéstame.

—No hice nada. No lo sé. No sé nada, ya le dije.

—¿Cómo limpiaste la sangre? ¿Cómo lo hiciste?

—Fue la lluvia, yo no hice nada... —su voz se empezó a quebrar.

—¿Te gusta estar enfermo verdad? ¿O por qué te mojaste a propósito? ¿Por qué lo hiciste?

Juan se sintió debajo del agua otra vez, se estaba ahogando de nuevo, y de nuevo, algo penetraba en su pecho, lo masacraba. Pero ya no podía contenerlo, tenía que dejar que la llama saliese, tan solo tenía que dejar de poner resistencia, tan simple como pulsar un botón, y tan difícil como morir en el acto. Al final, no pudo hacerlo.

—¡NO FUI YO, YO NO HICE NADA, FUERON ELLOS, ELLOS LO HICIERON TODO. MIS AMIGOS LA GOLPEARON HASTA QUE MURIÓ, NO YO. YO NO MATÉ A MI ABUELA!

Aún así, sintió como el árbol se marchitaba y como la llama se apagaba.

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