Capítulo 1 | LA DONCELLA SOLITARIA

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La primavera, como un susurro de promesas y renacimiento, había llegado a Erymdon

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La primavera, como un susurro de promesas y renacimiento, había llegado a Erymdon. Con su llegada, el reino se llenaba de festivales, bailes, y banquetes que parecían extenderse eternamente bajo los cielos florecidos. Estos eventos no eran meros entretenimientos; para los nobles, eran escenarios donde se tejían alianzas, se forjaban matrimonios, y se exhibían las riquezas con la misma naturalidad con la que los árboles mostraban sus brotes nuevos. Para mi familia, los Brianwood, estos festejos cumplían ambos propósitos con una perfección calculada.

Desde hace dos años, mis padres habían concentrado todos sus esfuerzos en casar a mis hermanas mayores con duques apropiados; es decir, hombres que no solo tuvieran un título noble sino que también aportaran una inmensa fortuna y, con ella, la promesa de elevar aún más el prestigio de nuestra familia. Si no fuera por esta incesante búsqueda de estatus, Althea, mi hermana mayor, habría sido desposada por el mismísimo príncipe heredero, Alaric Valorian. Pero el destino, implacable en sus designios, ya había sellado su futuro con una promesa hecha cuando Alaric tenía apenas ocho años. Ese compromiso, que unía Erymdon con el reino vecino de Eldoria, era el pilar sobre el cual descansaba la paz que tanto necesitábamos tras años de guerra.

Los bailes, siempre fastuosos y desbordantes de lujo, eran para mí la única parte verdaderamente fascinante de toda la temporada. Me deleitaba observando desde una discreta esquina del salón, con una copa de vino en la mano, mientras disfrutaba de la comida exquisita que solo los mejores chefs podían preparar. Desde mi refugio en las sombras, veía cómo mis hermanas mayores avanzaban con la gracia de cisnes entrenados, desplegando sus encantos para atraer la atención de algún duque que las sacara a bailar. Sus movimientos eran tan refinados como calculados, y cada sonrisa, cada inclinación de cabeza, obtenía los resultados esperados. Esta noche, ya había contado siete duques que las habían invitado a bailar. ¿Cómo soportaban esos interminables giros y reverencias sobre tacones que parecían diseñados más para la tortura que para el placer? Ni siquiera se tomaban un respiro para disfrutar de una copa de vino, una simple pausa que podría devolverles un poco de aliento. Mi madre, siempre alerta desde la distancia, vigilaba cada uno de sus movimientos. Su sonrisa se ensanchaba cada vez que un nuevo caballero se acercaba a ellas, como si con cada invitación se acercara un poco más a su objetivo: encontrar un hombre lo suficientemente poderoso como para asegurar el futuro de nuestra familia.

Mi hermana menor, Eloisse, con su lengua afilada como un cuchillo, se reunía con las jóvenes duquesas de su edad para intercambiar comentarios mordaces sobre las joyas y vestidos de las demás chicas presentes. Desde mi rincón, podía ver cómo sus palabras se envenenaban de envidia cuando hablaban de la prometida del príncipe. Intentaban disfrazar su resentimiento con críticas a la "falta de clase de la duquesa Yanilette", pero la verdad era innegable: todas envidiaban la posición de la futura princesa. Cada joven noble de Erymdon, sin importar su rango, albergaba en su corazón el deseo secreto de ser la esposa del príncipe Alaric. Y aunque yo intentaba alejarme de tales pensamientos, no podía evitar sentir un toque de envidia al imaginar lo que sería estar en los brazos de un hombre como él. Alaric no solo era uno de los mejores caballeros del reino, sino que poseía un porte y una presencia que hacían que todos los ojos se posaran en él. Su cabello dorado, brillante como el oro bajo la luz de las lámparas, y sus ojos, claros y profundos como el mar, lo convertían en el sueño de cualquier joven en su primera floración.

Mi padre, en su elemento natural, se encontraba siempre en el centro de la atención durante estos eventos. Hablar de joyas e inversiones era su pasatiempo favorito, y no perdía oportunidad de contar a los visitantes cómo su audaz inversión en minas lo había elevado al rango de duque, colocándolo como uno de los hombres más cercanos al rey. El rey, conocido por su amor por las joyas, confiaba en mi padre para proveerle las más finas y raras gemas del reino. Mi madre y mis hermanas, conscientes de nuestro papel, siempre llevaban las mejores joyas en cada evento, no solo para mostrar nuestro poderío, sino también para atraer la atención de aquellos que desearan poseer semejantes tesoros. Aunque para mí, cargar tantas joyas era más una carga que un placer, entendía la necesidad de seguir la corriente. En los salones de la alta sociedad, cada mirada evaluaba, cada sonrisa ocultaba una intención, y cada vestido y joya se convertía en un arma en la silenciosa batalla por el estatus.

 En los salones de la alta sociedad, cada mirada evaluaba, cada sonrisa ocultaba una intención, y cada vestido y joya se convertía en un arma en la silenciosa batalla por el estatus

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