Capítulo 5 | PIEDRAS FRIAS PARTE 2

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—Quiero que cada uno se quite las joyas y los broches de valor y los coloque en este costal —dijo el enmascarado, con una voz que rezumaba autoridad

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—Quiero que cada uno se quite las joyas y los broches de valor y los coloque en este costal —dijo el enmascarado, con una voz que rezumaba autoridad. Detrás de su antifaz, pude vislumbrar unos ojos verdes, afilados y brillantes como esmeraldas, que escudriñaban a la multitud con una mezcla de avaricia y desprecio.

Los invitados, con miedo palpable, comenzaron a despojarse de sus joyas y adornos, colocándolos con manos temblorosas en el saco que el hombre pasaba entre ellos. Algunas mujeres sollozaban en silencio, aferrándose momentáneamente a sus pertenencias más preciadas antes de ceder a la presión del miedo. Otros, menos dispuestos a entregarse al despojo, dudaban, pero finalmente se rendían ante la amenaza. Cuando el hombre pasó frente a mí, no tuve ninguna vacilación. Le entregué de inmediato las joyas que llevaba. Para mí, esas piedras frías y estorbosas no tenían ningún valor sentimental; eran simplemente cargas impuestas, símbolos de la vanidad de mi familia, que ahora se esfumaban sin que sintiera un ápice de pesar.

Mientras todo esto ocurría, mis ojos volvieron a buscar al duque Gareth. Allí seguía, oculto en su posición estratégica, observando con una calma inhumana. Desde la distancia, se asemejaba a una estatua, tan inmóvil y ajeno al caos que lo rodeaba. No parpadeaba, no mostraba el más mínimo signo de emoción. ¿Era este el fruto de su riguroso entrenamiento? Su mirada impasible irradiaba una indiferencia que resultaba, en cierto modo, aterradora, pero también admirable.

El líder de los asaltantes estaba por terminar de recoger el botín cuando uno de sus secuaces, que sostenía a un rehén, lo soltó abruptamente, empujándolo al suelo. Antes de que pudiera reaccionar, aquel hombre se volvió hacia mí con la rapidez de un depredador. Su fría mano me sujetó del cabello, levantándome con brusquedad.

—¿Qué haces, imbécil? —rugió el líder, su voz cargada de furia contenida.

—Tú te llevarás tu botín; yo quiero el mío —respondió el otro, con una sonrisa retorcida.

Un quejido de dolor escapó de mis labios mientras intentaba liberar mi cabello de su agarre brutal. Mis manos, movidas por el instinto, se aferraron a su muñeca, tratando de aflojar el tirón. Abrí los ojos, desesperada, buscando ayuda, misericordia, algo en el rostro del duque Gareth. Pero para mi horror, él ya no estaba donde lo había visto por última vez. Unas lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas, silenciosas y llenas de miedo.

—¡Cállate! —gruñó el malhechor, apretando aún más fuerte su agarre, como si disfrutara de mi sufrimiento.

—Haz lo que quieras, pero ya vámonos —ordenó el líder, impaciente.

El ladrón que me sostenía comenzó a arrastrarme hacia la ventana rota más cercana, su fuerza descomunal superando mis intentos de resistir. Clavé mis pies en el suelo, negándome a ceder tan fácilmente. Pero mi resistencia fue breve; de repente, el tirón cesó, y caí de espaldas al suelo. Mis manos temblorosas buscaron apoyo, pero lo único que encontraron fue algo húmedo y caliente. Al abrir los ojos, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo: mi ropa estaba manchada de sangre.

Miré hacia atrás y lo vi: el duque Gareth se había lanzado sobre los asaltantes con la ferocidad de una tormenta desatada. Su espada se movía con tal velocidad y precisión que los cuerpos caían a su alrededor como si fueran simples muñecos de trapo. La sangre salpicaba el suelo a cada movimiento, pero él no mostraba piedad. Cada golpe era letal, y en cuestión de segundos, todos los asaltantes habían caído, sus cuerpos inertes esparcidos por el suelo del salón. El líder intentó escapar, pero la velocidad sobrehumana del duque lo alcanzó antes de que pudiera dar un segundo paso.

El salón quedó en silencio, roto solo por los sollozos de las damas y el sonido de las espadas cayendo al suelo. Los invitados, perplejos y aterrorizados, comenzaron a levantarse lentamente del suelo. Algunas familias se abrazaban, temblando, mientras otros corrían al saco a recoger sus pertenencias, buscando consuelo en la seguridad de lo material. Yo, en medio de la multitud, me sentía perdida. Mis manos estaban manchadas de sangre, y todo mi cuerpo temblaba de terror. Deseaba más que nunca el abrazo reconfortante de mi madre, pero no podía encontrarla en la confusión. No tenía fuerzas para avanzar, ni siquiera para abrirme paso entre la multitud.

Mis ojos no podían apartarse de mis manos hasta que un suave toque me sacó de mi trance. Un pañuelo rojo fue colocado delicadamente sobre ellas, limpiando la sangre con cuidado. Levanté la mirada y allí estaba el duque Gareth, más cerca de lo que había esperado.

—Lamento haber manchado tu vestido; tuve que actuar rápido —dijo, su voz más suave de lo que había imaginado, mientras continuaba limpiando la sangre de mis manos. —Debo irme; tengo que llamar a los caballeros para que se lleven los cuerpos.

Quise agradecerle, pero las palabras se atascaron en mi garganta. Lo vi alejarse rápidamente, su figura desapareciendo entre la multitud, dejando su pañuelo sobre mis manos temblorosas. Me sentí tonta, incapaz de articular siquiera un simple "gracias", mientras él se desvanecía de mi vista como un espectro en la noche.

 Me sentí tonta, incapaz de articular siquiera un simple "gracias", mientras él se desvanecía de mi vista como un espectro en la noche

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