Una semana después, antes de que el sol se despidiera del horizonte, un joven duque llegó a nuestra casa, portando un ramo de rosas rojas como la sangre y un baúl repleto de monedas de oro que brillaban como el sol. Sin vacilación, se dirigió directamente a mis padres para declarar, con palabras que resonaron como un canto en el salón, que la belleza de mi hermana Althea lo había deslumbrado, y que su mayor deseo era hacerla su esposa. Mis padres, con ojos que brillaban ante la promesa de tal unión, aceptaron con entusiasmo el matrimonio. El duque provenía del antiguo y venerable linaje Everthurth, la familia más antigua y respetada en todo Erymdon.
Althea estaba radiante con la noticia. Nos llevó apresuradamente a su habitación, con una sonrisa que no podía contener, para celebrar su inminente enlace.
—El apuesto duque de Everthurth me pidió ser su esposa —dijo, mientras levantaba su vestido, haciéndolo girar a su alrededor con gracia, como si fuera la protagonista de un cuento de hadas. Yo, desde su cama, observaba cómo sus movimientos desprendían felicidad pura—. ¿Es esto un sueño? No me digan nada, quiero seguir soñando.
—Pero solo bailaste una vez con él —le recordó Eloisse, aunque su tono revelaba una envidia mal disimulada.
—Pero en ese único baile sentí como si nuestras almas se hubieran entrelazado con la melodía —respondió Althea, con los ojos brillando y el pecho alzándose en un suspiro profundo.
—¿No dijiste lo mismo con el duque Darehood? —preguntó Eliz, la segunda de las hermanas, con una ceja alzada.
—Ya no lo recuerdo —contestó Althea rápidamente, desechando cualquier duda con un gesto—. Ya es muy tarde, cada una debe irse a dormir. Vamos —y sin más, tomó del brazo a Eloisse y a mí, llevándonos con suavidad hacia la puerta de su habitación, para luego cerrarla con delicadeza.
Al día siguiente, el sol apenas había despuntado cuando mi madre y Althea comenzaron a planear los detalles de la boda. Desde mi asiento al margen de la mesa, escuchaba cómo Althea le decía a mi madre que quería un vestido de cola tan larga que recorriera todo el pasillo de la iglesia, como si con cada paso suyo marcara un nuevo capítulo en la historia de nuestra familia. Mi madre, sin perder su naturaleza perfeccionista, expresaba su deseo de que el banquete fuera un espectáculo de sabores y exotismos, con frutas traídas del reino vecino y manjares dignos de reyes. A medida que continuaban, sus voces se llenaban de la emoción y la expectación de una boda que sería recordada por generaciones. Yo, sin mucho interés en tales opulencias, me limitaba a escuchar en silencio, sintiendo cómo la conversación se volvía monótona y distante, hasta que finalmente decidí retirarme al jardín.
El jardín de los Brianwood era un lugar cargado de recuerdos, de historias enterradas bajo capas de tierra y hojas caídas. Cuando mi padre descubrió que la primera mina que había adquirido con los ahorros de su vida albergaba joyas tan bellas como la luz de las estrellas, su primer gesto fue plantar rosales en el jardín como un regalo para mi madre. Fue el último acto de amor sincero que vi entre ellos; después de eso, el amor se desvaneció como una flor marchita, dejando espacio solo para la avaricia y el frío calculador de los negocios. Cada joya que mi padre nos entregaba no era un gesto de afecto, sino un símbolo de transacción, de poder y riqueza, y mi madre, con el tiempo, también olvidó lo que significaba un obsequio dado con el corazón. El rosal que una vez había sido su orgullo quedó abandonado, olvidado en un rincón del jardín, hasta que las rosas empezaron a marchitarse, sus pétalos cayendo como lágrimas.
Cuando me di cuenta de su estado, tomé un libro sobre el cuidado de rosas y lo leí de principio a fin. Al día siguiente, armada con ese conocimiento y un deseo genuino de salvar aquello que mi madre había dejado morir, empecé a cuidar del rosal yo misma. Con el tiempo, el rosal floreció bajo mi atención, y el jardín se convirtió en mi refugio, un lugar donde podía escapar de los lujos vacíos y los susurros calculadores de la alta sociedad. Me gustaba correr entre los rosales, permitiendo que su perfume me envolviera, una fragancia tan pura que contrastaba con el ambiente cargado de los salones. A veces, las espinas me cortaban los brazos, y mi ropa, hecha de las telas más finas del reino, se desgarraba al contacto con las ramas. Cuando esto ocurría, me reía de la ironía: algo tan hermoso y sencillo como una rosa era capaz de desafiar y superar lo mundano y lo costoso, recordándome que la verdadera belleza radica en lo simple y lo natural.
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EL PODER Y LA DONCELLA SOLITARIA
FantasyLyanna Briarwood es la tercer hija de cuatro de la familia. La fortuna de los Briarwood venia de grandes inversiones a minas, conocidos como la familia de las joyas su estatus estaba a la par de los altos nobles, pero su deseo de riqueza no se limit...