La boda de Althea se acercó con una rapidez inesperada. Los preparativos finales se convirtieron en un torbellino de nervios y caos. Observé con una mezcla de exasperación y fascinación cómo Althea hacía perder la cabeza a la costurera con sus caprichos incesantes: cambiaba de opinión sobre las flores y ordenaba tres estilos diferentes de vestidos para nosotras. Sus exigencias variaban entre la opulencia que temía eclipsarla y la simplicidad que consideraba poco digna de su grandioso día. Mi madre, por su parte, estaba embargada de una emoción febril, ansiosa por ver a su primogénita unirse en matrimonio con un duque adinerado y tener la boda lujosa que siempre había soñado, una que ella misma nunca tuvo. A pesar de sus ruegos constantes para que mi padre se casara de nuevo para tener la boda "que ambos merecían ahora", él siempre respondía con la misma determinación: "una boda fue suficiente para unirnos para siempre."
La ceremonia en la iglesia fue un espectáculo conmovedor. La música sacra y el ambiente solemne conmovieron incluso a mi madre hasta las lágrimas. En medio del acto, cuando todos nos pusimos de pie, noté a lo lejos la figura del Duque Gareth erguido, un atisbo familiar entre la multitud. Había tenido la suerte de llevar conmigo el pañuelo que deseaba devolverle.
Verlo de nuevo me hizo revivir dos recuerdos contrastantes: el primero, el valor implacable que mostró en medio del caos; el segundo, la sangre derramada y su rostro imperturbable en aquel instante. Su frialdad frente al peligro era algo admirable; deseaba poder tener esa misma fortaleza en situaciones de estrés.
Cuando la recepción comenzó, me adentré entre la multitud, buscando con la mirada al duque. El bullicio de los invitados ansiosos por probar el banquete preparado por los chefs más renombrados de la ciudad me impedía ver con claridad. Cuando la aglomeración comenzó a dispersarse, sentí un alivio al poder respirar mejor. Sin embargo, el ruido y la multitud me resultaban incómodos, recordándome el reciente incidente que aún me perturbaba. Decidí darme un respiro y me dirigí a los jardines, en busca de un momento de calma. Fue en ese preciso instante cuando, por poco, casi colisiono con el duque.
—Buenas tardes, señorita Briarwood —dijo el duque con una ligera reverencia. Yo respondí con la misma cortesía.
—Lamento casi tropezar con usted; la multitud salió de la iglesia con poco cuidado.
—No se preocupe, duque Bladeborn. Solo intentaba escapar del gentío sin fijarme en los alrededores.
—No debería quedarse sola —dijo él, con una preocupación genuina en sus ojos.
—Solo quiero ir al jardín —le señalé el pequeño espacio ajardinado que se veía claramente.
—Le aconsejo no alejarse demasiado.
—No lo haré, agradezco su preocupación. —Abrí mi pequeño bolso y extraje el pañuelo rojo—. Deseaba devolverle esto y expresarle mi agradecimiento por salvarme aquella noche.
—Es mi deber velar por el bienestar de los ciudadanos del Rey. El robo en sí lo hubiera dejado pasar, si no hubiera implicado daño a alguien. La pérdida de pertenencias podría haber sido un golpe para los codiciosos ricos.
Lo miré con una mezcla de vergüenza y autocrítica, pues también me incluía entre esos ricos.
—Lo lamento —aclaró, su voz firme—, pero cuando ese ladrón la tomó como trofeo, decidí intervenir de inmediato.
—Le estaré eternamente agradecida.
—No tiene nada que agradecer. Usted mostró una valentía admirable al luchar con todas sus fuerzas para evitar su secuestro. Esa valentía es rara —dijo el duque con una sonrisa sutil.
—Muchas gracias, por eso quiero devolverle su pañuelo.
—Consérvelo. Es un símbolo de su coraje. Usted es más fuerte de lo que imagina. Con permiso. —Hizo una última reverencia antes de alejarse.
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EL PODER Y LA DONCELLA SOLITARIA
FantasyLyanna Briarwood es la tercer hija de cuatro de la familia. La fortuna de los Briarwood venia de grandes inversiones a minas, conocidos como la familia de las joyas su estatus estaba a la par de los altos nobles, pero su deseo de riqueza no se limit...