Capitulo 4 | PIEDRAS FRIAS PARTE 1

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Cuando levanté la mirada hacia mis alrededores, noté que toda la gente me observaba con una atención que jamás había experimentado

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Cuando levanté la mirada hacia mis alrededores, noté que toda la gente me observaba con una atención que jamás había experimentado. Mi madre, con una expresión de decepción y algo de enojo, dejaba claro que, en su opinión, aceptar la invitación al baile del duque había sido un error garrafal. Mis hermanas, siempre tan radiantes y acostumbradas a ser el centro de atención, mostraban un recelo que nunca antes había visto en sus ojos. No comprendía del todo sus reacciones: durante tantos bailes, ellas habían sido las protagonistas indiscutibles, y solo porque un duque conocido por su frialdad y crueldad me había invitado a bailar, ¿ya era motivo para esas miradas llenas de desaprobación? Era el día de Eloisse, y en cierto modo entendía su celosía; esa noche, ella "debía" ser el foco de todas las miradas, y en lugar de eso, yo, por un breve instante, me había convertido en el objeto de atención, pero no de la manera que esperaba. A decir verdad, el nerviosismo que sentía en esos momentos era incluso más intenso que el que experimenté al bailar con el duque.

Cuando todo volvió a la normalidad y cada uno se ocupó de sus propios asuntos, vi a mi madre escanear el salón con la mirada, buscando con insistencia al enigmático duque. A pesar de la multitud, su figura era fácil de identificar; su vestimenta oscura con detalles en encaje plateado y su pañuelo rojo lo destacaban como un cuervo entre palomas. Sin embargo, para mi sorpresa, el duque Gareth había desaparecido de mi vista por completo. Durante el resto del baile, lo busqué con disimulo, tratando de no llamar la atención: primero en la pista de baile, luego cerca de la mesa de banquete, pero él no estaba en ninguno de esos lugares. Tras una hora de búsqueda infructuosa, llegué a la inevitable conclusión de que se había retirado del salón, tan misteriosamente como había llegado.

Aunque el momento había pasado, aún sentía mis mejillas ligeramente enrojecidas por la emoción. Las miradas de juicio que había recibido no lograron opacar la sensación de triunfo que me embargaba; aquellas miradas, aunque incómodas, no podían borrar la gracia y elegancia que finalmente había logrado destacar tras tantos intentos fallidos. Para una joven como yo, ser invitada a bailar por un duque tan renombrado era un honor, un sueño acariciado por cada dama presente en el salón. Desde pequeña, había sido la sombra en mi familia, tal vez debido a mis escasas curvas femeninas, las pecas que adornaban mi rostro, mi baile no tan refinado, mis manos que, aunque delicadas, no tenían la longitud y esbeltez de las de mis hermanas, o mi cabello, que aunque cuidado, no poseía el brillo dorado del de mi madre. Mi nariz, más una pequeña bolita que una fina curva, tampoco contribuía a la imagen ideal de belleza que mi familia representaba. Sea cual fuera la razón, no era justo que ellas recibieran más atenciones y cuidados que yo. Al final del día, seguía siendo su hija, de la misma sangre. Sacudí ligeramente mi cabeza, intentando disipar esos pensamientos amargos, y me forcé a concentrarme nuevamente en la fiesta.

Todo estaba bastante tranquilo. Ningún duque maleducado o borracho había provocado una escena vergonzosa hasta el momento. Los músicos continuaban tocando con la misma alegría y emoción que al principio; las damas seguían bailando con gracia, y las mujeres mayores se acomodaban en los márgenes del salón, tomando copas de vino y charlando entre ellas. Las risas de los caballeros resonaban por todo el salón; un chiste aparentemente malo había sido suficiente para que estallaran en carcajadas. Mis hermanas, por supuesto, estaban en la pista, moviéndose con gran delicadeza. Eloisse, en particular, destacaba por su entusiasmo al bailar con un duque cuyo nombre no recordaba. Sus ojos brillaban de felicidad, y su sonrisa era tan amplia que yo ya habría sentido dolor en las mejillas de haber estado en su lugar.

De repente, un estruendo interrumpió la fiesta: el sonido de un vidrio estallando resonó por todo el salón. La música se detuvo abruptamente, y los caballeros, siempre en alerta, se acercaron a la ventana rota para inspeccionar. Durante unos segundos, parecía no haber nada afuera, hasta que, de la nada, más rocas comenzaron a volar hacia las ventanas, seguidas de la irrupción de hombres enmascarados que entraron al salón con una violencia desbordada. Las damas gritaron aterrorizadas, pero antes de que los guardias pudieran reaccionar, los asaltantes tomaron rehenes.

—¡Quiero a todos en el suelo ahora mismo! —ordenó con voz grave y autoritaria el que parecía ser el líder de los intrusos. Sus aliados, armados con navajas afiladas, sujetaban a sus rehenes con brutalidad; uno de ellos era un duque mayor, y los otros dos, jóvenes nobles cuyo miedo era palpable.

Todos obedecimos la orden, incluidos los guardias, que no querían arriesgarse a que alguien resultara herido. Mientras nos agachábamos, tratando de mantenernos lo más bajos posible, vislumbré a lo lejos, oculto entre las vigas del techo, al duque Gareth. Para mi sorpresa, él no se movió ni se agachó; al no ser visible para los maleantes, decidió permanecer inmóvil, observando la situación con una calma aterradora. Sus ojos rojos, los mismos que me habían hipnotizado durante el baile, escudriñaban cada rincón del salón, atentos a cada detalle, pero sin la más mínima señal de inmutarse ante el caos que se desarrollaba bajo sus pies.

 Sus ojos rojos, los mismos que me habían hipnotizado durante el baile, escudriñaban cada rincón del salón, atentos a cada detalle, pero sin la más mínima señal de inmutarse ante el caos que se desarrollaba bajo sus pies

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