Los mil candados

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Una gran parte de mis días era llegar a algún lugar en alguna parte y no poder pasar porque habían mil candados. No tenía las llaves de todos, así que abría los que podía y daba marcha atrás para conseguir las demás.

O peor aún, tener las llaves de todos y no tener la fuerza de abrir ninguno.

Enredarme con tantas cadenas y no saber cuál es cuál.

Así caí en cuenta de mi propia debilidad solo siendo un niño que recibió un gran manojo de llaves para abrir el taller de su padre. Añadiéndole el plus de que él me estaba viendo a mi espalda con cara de póker.

Me dije: Debo aprender, tengo que tener más fuerza, no entiendo porque deben haber tantas cerraduras para algo tan importante.

Eso fue en el momento pero aplico para el resto de mi vida. Lo más significativo, lo que más valor tiene está bajo llave.

Avanzando un poco habían más candados, no obstante ya no me daban miedo, los diferenciaba por los colores de las llaves. Y si mi cuerpo lo permitía pasaba los barrotes para entrar a casa por el frente.

Era imparable, si no podía por los barrotes daba la vuelta, me sostenía de los bordes cuál mico trepador y entraba por la ventana. Me sabía las ubicaciones de las llaves, con alambres tirados por las zanjas armaba una hebra larga, metía la mano lo más que podía para tirar las llaves al piso arrastrándolas hasta tenerlas a mi alcance. De ahí abría el candado y me sentía realizada, entrando tranquila a mi casa.

Lo que no contaba es que alguien estaba tomando nota de mis tácticas. 

Una noche en la que no olvide las llaves, pasé el marco de la puerta y me recosté en una silla. 

Oí ruidos en la parte trasera de mi casa, un hombre, de lo más extraño, con largas extremidades huesudas, estaba tratando de alcanzar el candado.

Con un pavor indescriptible le comencé a tirar cosas y a gritar. Al ver que era inútil salí en pura hacia la casa de un vecino. Escoltándome a mi casa me di cuenta que ese vil zombi cobarde saltó las verjas y corrió al monte.

Fue una lección, debía ser más cuidadosa la próxima vez y no dejarme ver.

Lástima que eso no lo aprendió mi superior, que, en una noche oscura, dejó de papaya la moto de último modelo en la acera, sin seguro y sin candado. No fue sorpresa que a la mañana siguiente estuviera vacía la acera y las cámaras malogradas. 


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