El peso del pasado

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La medianoche anunciaba su llegada con la caída pausada de la primera gota de sangre, que se deslizaba con un susurro espeluznante por el filo afilado de mi cuchillo. Como un macabro compás, cada gota seguía su propio ritmo, tiñendo la hierba con un rojo intenso y perturbador. El suelo parecía exhalar la esencia de la muerte. Una tras otra, las gotas caían, dejando lagunas de sonido provocadas por el eco de mis pensamientos.

Frente a mí, el cuerpo yacía sin vida, recordándome la efímera naturaleza de la existencia. Mi corazón latía con fuerza, como si cada pulsación resonara con el eco de la muerte que había traído a esta noche. La palidez de su piel se acentuaba a la luz de la luna, creando un contraste tétrico con la oscuridad que se extendía. Mis dedos temblorosos dejaron caer el cuchillo al escuchar un ruido detrás de los arbustos. Si alguien había presenciado la escena de esta noche, no me quedaría mucho futuro en el que pensar. Tras un buen rato escondida en los arbustos, decidí que lo mejor sería irme, no sin antes acercarme por última vez al que fue mi compañero de vida.

Una oleada de emociones me invadió al acariciar con suavidad la mejilla fría del fallecido. No era su muerte lo que me entristecía, sino la tragedia que su destino encerraba, una tragedia que resonaba en el silencio de su noche final. Un destino escrito por mí, en el momento en el que decidí usar mi cuchillo como una pluma para acabar con su alma, y escribir el punto final.

Esto me dejaría con el peso de la responsabilidad y el remordimiento, que no se disiparán fácilmente. Mis reflexiones sobre la fugacidad de la vida me llevaron de vuelta a un suceso que había marcado mi existencia seis meses atrás. Fue un periodo oscuro, donde mis acciones, impulsadas por la desesperación de descubrir qué le ocurrió a mi padre, me llevaron por un camino hacia la perdición. En aquellos días, la duda se apoderó de mi ser, socavando incluso mis valores más sólidos.

Ahora, aquí de pie frente a otro cadáver, comprendía la magnitud de lo que estaba dispuesta a sacrificar por la verdad. Cada paso en esta oscura búsqueda me había alejado más de quien solía ser, pero al mismo tiempo, me acercaba cada vez más a la respuesta que tanto ansiaba. Finalmente, él salió de entre los arbustos. Miré su expresión facial; parecía tranquilo, sereno. Incluso diría que en sus ojos vi una pizca de orgullo. Entonces lo supe con claridad: en la lucha entre la mente y el corazón, el corazón resultaba ser un contrincante despiadado y testarudo. Mi mente intentaba razonar, pero mi corazón, inundado de emociones intensas, se revelaba y desafiaba cualquier intento de control. Lo sabía con certeza: enfrentarse a un corazón enamorado era como golpear una roca. Hacían falta más que simples palabras; eran necesarios golpes duros, tan fuertes para que mis ojos dejaran de ver a través de la niebla del amor. Cada latido, cada suspiro, se volvían recordatorios constantes de esa lucha, una batalla interna que a veces parecía imposible de ganar.

El viento susurró a través de los árboles, llevando consigo el aroma de la sangre. Con un último vistazo al cadáver, me di cuenta de que mi búsqueda de la verdad apenas comenzaba. Cada paso futuro estaría marcado por las sombras del pasado, y cada decisión tendría un precio.

Me volví a arrodillar junto al cuerpo y, con una determinación renovada, susurré una promesa al viento. No me detendría hasta encontrar la verdad sobre mi padre, sin importar el costo. Con el corazón pesado pero resuelto, me levanté y dejé que me envolviera con sus brazos. Ahora estábamos más unidos que nunca; yo había matado por él, y él por mí. Pero sabía que él también buscaba la verdad, y que sería capaz de deshacerse de mí al igual que yo de él para poder tener respuestas. Por eso y solo por eso, me fui con él dejando el cuerpo sin vida de alguien que jamás hubiera hecho eso por mi.

Profesor Alexander BlackwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora