Seis meses antes:

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Salí de la mansión con prisa, aprovechando al máximo la velocidad que me permitían mis zapatos de tacón, y me deslicé dentro de la limusina. Mientras el chófer me llevaba al lugar de encuentro, intenté recuperar el aliento, no tanto por la carrera que acababa de tener, sino por las noticias que esperaba con ansias. Aunque el viaje debía durar una hora, se me hizo eterno. Finalmente, llegamos al estacionamiento de la antigua fábrica abandonada de azúcar a las afueras de la ciudad. Saqué mi teléfono para informarle a Sam que había llegado, pero fui interrumpida cuando la puerta del lado se abrió y un individuo se acomodó en el asiento contiguo. Se quitó sus gafas de sol y arregló su traje antes de mirar al frente.

—¿Y bien? —pregunté intrigada—. ¿Qué es tan importante como para arriesgarte a que nos vean juntos?

—Lo tengo —finalmente giró su rostro hacia mí, y pude ver en sus ojos el brillo de la victoria, la satisfacción de un trabajo bien hecho, como lo que algunos llaman "el subidón del corredor" al terminar su carrera. Mientras tanto, mi mirada reflejaba preocupación y angustia. Después de tantos meses de incansable búsqueda, iba a conocer el nombre de la persona que había causado tantas desgracias en mi vida, la persona que lo había cambiado todo. Mi mayor temor era que fuera alguien cercano, alguien conocido. Porque lo que más duele no es el puñal que te clavan por la espalda, sino ver a la persona que te lo ha clavado al dar la vuelta.

El detective sacó un trozo de papel doblado en dos de su bolsillo interior de la chaqueta y lo sostuvo entre el índice y el corazón antes de ofrecérmelo. Lo cogí con dudas. ¿Realmente quería saberlo? ¿Por qué sentía tanto miedo? ¿Por qué cuando finalmente obtienes algo que tanto deseabas, de repente no estás tan segura? Supongo que era porque sabía que cambiaría todo, y las cosas nunca serían las mismas después de este día. Decidí reunir el poco valor que me quedaba con la esperanza de que fuera suficiente. Desdoblé el papel y leí el nombre varias veces, como si no entendiera su significado. Cada letra, era como si mi mente no procesara la información que traía consigo un complejo desarrollo de la historia. Me giré hacia el detective, cuyos ojos marrones me observaban con recelo.

Guardé el papel en mi bolso con calma.

—¿Estás seguro? —pregunté. —Al cien por cien. Tengo fotos y pruebas. No quise arriesgarme a traer el informe, es demasiado peligroso —miró a su alrededor, aunque no había nadie cerca; nunca se es demasiado precavido—. Pero pensé que querrías saberlo cuanto antes. —Has hecho bien. Voy a necesitar tu ayuda para elaborar un plan —traté de mostrarme serena, pero estaba segura de que él notaba la rabia que emanaba—. Que quede entre nosotros, por favor. Él asintió. Después de todo, yo era quien le pagaba, pero por el momento, no quería que nadie más lo supiera. Se colocó las gafas y salió de la limusina, desapareciendo tras la fábrica. Había logrado lo que muchos antes que él habían intentado sin éxito.

El regreso fue reflexivo, mientras una frase resonaba una y otra vez en mi cabeza: "La venganza puede ser considerada justa en ciertos casos, pero no es necesaria para alcanzar la verdadera justicia." La pregunta era: ¿quería ser justa o quería vengarme? Cuando deseamos algo durante mucho tiempo, es normal dejarnos llevar cuando finalmente lo conseguimos.

Traté de ser lo más sigilosa posible al entrar a casa para evitar a Sam, lo cual no sirvió de mucho ya que me esperaba sentado en el jardín. —Pensé en pedir algo para cenar, pero como no contestabas al móvil no... bueno, decidí esperarte. —La verdad, Sam, ha sido un día bastante largo y no es que tenga mucha hambre, así que me iré directa a la cama. Conozco a Sam lo suficiente como para saber que no me preguntará por nada ahora, que dejara que me vaya a dormir, pero que mañana a la mañana no me dejará estar. Mientras subía las escaleras hacia mi cuarto, miré el pasillo que llevaba hacia el ala oeste de la casa. Llevaba meses evitando ir a ese lado de la mansión; esa ala se diseñó exclusivamente para el uso y disfrute de mi difunta madre, pero ya era hora de dar el paso. Ella murió cuando era niña en un trágico accidente, y apenas tengo recuerdos de ella, salvo las historias que mi padre contaba. Describía su belleza distinguida y lo parecida que era a mí, su talento con la pintura y su voz dulce como el caramelo en Navidad. No pude presenciar el amor que compartieron en vida, pero incluso en la muerte, mi padre la amó hasta su último aliento. Jamás la olvidó. Aunque encuentro hermoso que alguien te recuerde después de abandonar este mundo, quedar estancado en la memoria de alguien que ya no está, no deja de suscitar una sensación de incomprensión melancólica en mi mente. Y ahí estaba, el famoso estudio de pintura, donde los cuadros mantenían el recuerdo de mi madre en vida. Me moví por la habitación, fijándome en cada detalle. Los caballetes estaban llenos de cuadros, esparcidos por la enorme habitación, algunos en blanco y otros a medias. Había de todo, desde paisajes hasta retratos, incluso uno que parecía un boceto de un bebé, probablemente yo en mis primeros días. El suelo, cubierto de salpicaduras de pintura, se había transformado con el tiempo en un lienzo abstracto. Sentí que pisarlo era como profanar un santuario; cada gota de pintura que mi madre dejó caer estaba inmortalizada en ese suelo.

Profesor Alexander BlackwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora