Los Niños de la Cruz

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Llegamos al convento a medianoche, mi reloj marcaba las dos flechas en el doce.

—Estará cerrado, es muy tarde —dije, sintiendo un escalofrío recorrerme.

Blackwood salió del coche y me abrió la puerta con un gesto decidido.

—Sí, pero las monjas viven aquí, así que las despertaremos.

El convento, envuelto en sombras, se erguía imponente ante nosotros. Sus paredes de piedra estaban cubiertas de hiedra, y la luna iluminaba los detalles góticos de las ventanas, que parecían ojos vacíos observándonos desde la oscuridad. La escasa luz apenas atravesaba el alto portón, dejando escapar un aire de misterio inquietante. Pero, ¿qué podría pasar en medio de la nada?

—Conozco este lugar. Tu padre hacía donaciones generosas a este sitio. Asegúrate de usar tu apellido; eso nos beneficiará.

Asentí, sintiendo la carga de su consejo. Blackwood se acercó a la puerta y golpeó con fuerza; el eco resonó en la oscuridad como un llamado de auxilio. Seguramente despertaría a la hermana más dormilona del lugar. Efectivamente, una monja abrió la puerta, sosteniendo un candelabro que apenas iluminaba su rostro arrugado.

—Estas no son horas, vuelvan al amanecer —dijo, intentando cerrar, pero Blackwood presionó.

—Es urgente, necesitamos hablar con la hermana a cargo. Me presento: soy Alexander Blackwood, y ella es la señorita Dumont.

Al pronunciar mi apellido, la hermana nos miró con interés renovado y nos invitó a pasar.

—¿Usted es la hija del señor Rafael Dumont? Es un placer. Lamentamos mucho su pérdida; su padre era un buen hombre.

Agradecí su pésame con un gesto, aunque la frustración burbujeaba en mi interior. Estaba harta de que todos asumieran que él estaba muerto. Él había desaparecido.

El interior del convento estaba en penumbras, pero las velas parpadeaban en las paredes, arrojando sombras danzantes que parecían cobrar vida. A medida que avanzábamos, el aroma a cera derretida y a madera envejecida impregnaba el aire. Las estatuas de santos, con sus miradas serenas y compasivas, parecían observarnos mientras nos adentrábamos en el lugar.

Pasamos por la zona de la iglesia, donde un altar decorado con flores marchitas contrastaba con la soledad del espacio. En un rincón, vi un pequeño baúl de madera, cubierto de polvo, lleno de juguetes olvidados: un caballo de madera con una rueda rota, un osito de peluche deshilachado y algunas muñecas con rostros desgastados. Eran vestigios de risas infantiles que una vez resonaron en aquel lugar, pero que ahora estaban atrapados en el silencio.

Al llegar a las habitaciones, la monja nos pidió esperar allí.

—¿A dónde va? —pregunté, inquieta.

—A las habitaciones de las monjas. No podemos pasar porque soy un hombre, y este es un lugar solo para mujeres.

asustada me doy la vuelta.

—¿En qué puedo ayudarles? —interrumpió la hermana superior, una anciana tan silenciosa que no la había escuchado acercarse. Su presencia era casi fantasmal, y el aire se volvió más denso a su alrededor.

—Hermana, estamos buscando a un niño que estuvo aquí —comencé, aunque mi voz traicionaba la seguridad que intentaba proyectar, temiendo que cada palabra pudiera hacer que se desvaneciera la esperanza.

—Muchacha, por este lugar han pasado más niños de los que podría contar —respondió la anciana, su tono helado como el mármol—. Necesitaré algo más concreto que eso. —Instintivamente busqué a Blackwood con la mirada, su calma contrastaba con la inquietud que me invadía. La mirada de la hermana Agatha me inquietaba, cada segundo que pasaba bajo su escrutinio parecía alargarse, como si los ecos de su desprecio pudieran cobrar vida.

Profesor Alexander BlackwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora