Al escuchar pasos en el pasillo, guardé la hoja en mi bolsillo lo más rápido posible y traté de devolver los archivos a su sitio. El eco de los tacones resonaba, acercándose, y sentí que mi corazón se aceleraba. Cuando la puerta se abrió, me aclaré la garganta.
—¿Blackwood? —pregunté con una mezcla de incertidumbre y esperanza.
—No, querida —la voz de Agatha me atravesó como un cuchillo. A pesar de su tono cariñoso, en sus labios sonaba como una amenaza velada. Me acerqué a la puerta, sintiendo cómo un escalofrío me recorría la espalda.
Su figura, imponente y serena, bloqueaba la entrada, con sus ojos claros, casi blancos, fijos en mí.
—El profesor está en el comedor, como el resto —continuó—. A la hora de comer, ya sea desayuno o cena, nadie deambula por el convento. Todos comen.
—No he venido a comer, Agatha —repliqué, plantando cara a su mirada—. He venido a buscar a un niño. Y algo me dice que tú ya sabías a quién estoy buscando.
Agatha sonrió con esa frialdad que siempre me hacía sentir pequeña, vulnerable. Como si cada palabra suya pudiera envolverme en un veneno sutil.
—Bueno, me hubiera ofrecido a ayudarte, si hubieras sido generosa con la casa de Dios. Yo podría haber sido generosa contigo.
—¿Me estás diciendo que solo hablas si te pago? —mi tono se volvió más afilado de lo que pretendía, pero su mirada era como una bofetada invisible, cada gesto suyo un insulto disfrazado de cortesía.
—Lo has dicho tú, no yo —respondió con calma helada—. Ahora, sube al comedor y desayuna.
Se dio la vuelta con la misma calma calculada, pero no pude dejarla marchar tan fácilmente. Salí tras ella, al pasillo.
—No me diste el nombre del niño porque querías que encontrara el archivo de mi madre. Lo pusiste en la misma sección, ¿verdad? No la conozco, pero... parece alguien devota, piadosa. Jamás habrías arriesgado que encontrara ese documento a menos que quisieras que lo viera.
Agatha no se detuvo, pero sus pasos se hicieron más lentos. El silencio que siguió a mis palabras fue pesado, como una confesión no dicha.
—Entonces... supongo que también sabes quién es el padre de ese niño.
Se giró solo un poco, lo suficiente para clavar sus ojos en mí.
—Lo que haga o deje de hacer tu padre en su lecho no es asunto mío —dijo con una sonrisa siniestra—. Sin embargo, si no asumes las consecuencias, te quedarás sin desayuno.
Y siguió caminando, indiferente, como si nuestras vidas fueran meros detalles insignificantes. Me quedé ahí, paralizada por un momento. Sabía que ella lo sabía. Sabía que mi padre era el padre de ese niño. Y ahora entendía por qué había creado ese fondo para el convento. Pero también sabía que no sería la última vez que cruzara esas puertas.
Subí al comedor, cogí una bandeja y me serví un poco de avena que parecía haber vivido tiempos mejores, junto a una manzana que al menos se veía comestible. Me senté frente a Blackwood, que me recibió con una sonrisa mientras continuaba conversando con dos niños sentados a su lado.
—Soy profesor de filosofía —respondió él a una pregunta del niño pequeño, con su tono afable y calmado.
Lo observé en silencio, mis pensamientos girando como una tormenta. ¿Por qué me ocultaba la verdad? ¿Qué era lo que escondía tan profundamente dentro de sí?
—La señorita Abigail solo nos enseña a leer y a escribir —dijo el niño—, y luego tenemos que leer la Biblia. ¿Usted lee la Biblia, señor Alexander?
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Profesor Alexander Blackwood
Mystery / ThrillerSinopsis de "Profesor Alexander Blackwood" En su desesperada búsqueda por desentrañar la verdad detrás de la desaparición de su padre, Ramla Dumont se inscribe en la universidad donde enseña el enigmático Profesor Alexander Blackwood, el principal s...