"Accidente"

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Nunca había experimentado algo parecido mientras me dirigía a la casa de Blackwood. Sentada en el asiento trasero del taxi, mi cabeza parecía pesar una tonelada. La noche había salido perfecta, y sabía que en menos de una semana, uno de los dos jugadores se me iba a declarar, ya fuera por competir entre ellos o simplemente para fastidiar al otro. Pero, honestamente, eso me importaba poco; pronto obtendría el nombre de la persona que conduce el coche de la muerte. Tenía la dirección gracias a los informes de Logan. Durante el trayecto, me pregunté repetidamente si lo que estaba haciendo era lo correcto, porque esto no formaba parte del plan. Tal vez era la adrenalina, pero había algo más agitándose dentro de mí, algo que no lograba identificar. Mi corazón latía desbocado, mi piel hormigueaba, y mis pensamientos se sentían pesados y lentos. No me sentía como yo misma, como si estuviera viendo el mundo a través de un velo. Sacudí esas ideas de mi mente, atribuyéndolo al cansancio.

Al llegar, aporreé la puerta con insistencia, acompañando los golpes con el timbre. Cuando vi que las luces se encendían, pateé la puerta, impaciente. Blackwood abrió, vestido con una bata y un pijama de cuadros debajo. No pude evitar morderme el labio al ver su expresión de recién despertado. Se puso las gafas de pasta negra, y por un momento, no parecía tan frío ni calculador, sino solo un hombre común, recién levantado.

—Señorita Dumont —dijo, mirando el reloj que tenía detrás—. Son las cuatro de la mañana.

—Despierta, hada durmiente. Ya no soy la señorita Dumont para ti —respondí, entrando sin esperar permiso. La casa era exactamente como la había imaginado: libros por todas partes, sofás y sillones de cuero color café, una chimenea. Solo faltaba un doberman en la esquina.

—Ramla, ¿qué ocurre? —preguntó con preocupación.

—Vuelvo de la conquista, profe. Como me ordenaste, no he cazado a uno, sino a dos posibles novios —balbuceé, sintiendo cómo las palabras se me escapaban torpemente, como si no pudiera controlarlas.

—Estás borracha.

—Solo bebí una cerveza. No estoy borracha, estoy... eufórica. —Puse mis manos sobre su pecho, sintiendo el calor de su piel a través de la tela, pero algo no estaba bien. Mi mente estaba nublada, todo parecía confuso y, a la vez, intensamente real—. ¿Por qué te haces el duro? —continué, con una mezcla de risa y ansiedad—. No pienses, solo siente. ¿Quieres sentirme? ¿Quieres tocarme? Sé que me deseas...

—Ramla, debes irte.

—No, no quiero irme. ¿Vas a besarme? —le pregunté, pero las palabras sonaban ajenas, como si alguien más las estuviera diciendo por mí—. No puedo parar de pensar en ti. Algo está mal, no puedo pensar con claridad, pero me gusta... me gusta sentir...

—No quiero eso de ti, esto está mal.

—Entonces, ¿qué es esto? —susurré, temblando, mis sentidos desbordándose—. ¿Qué estamos haciendo mal? No puedo dejar de pensarlo...

—Ramla, esto no está bien.

Pero yo no podía escuchar. Estaba atrapada en una extraña sensación de irrealidad que me impedía distinguir lo correcto de lo incorrecto.

Entonces, el mundo comenzó a girar. Sentí que el suelo bajo mis pies se desvanecía, como si el universo estuviera fuera de control. Mis pensamientos, ya desordenados, se desintegraron en un torbellino de imágenes y sonidos incomprensibles. Sentí un nudo en el estómago, y mi visión empezó a oscurecerse, como si una sombra estuviera devorando los bordes de mi consciencia. Todo se volvió negro, y lo último que recuerdo fue el sonido de mi respiración, pesada y descompasada, antes de que la oscuridad lo consumiera todo.

Profesor Alexander BlackwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora