Codicia

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Plutón, la casa de mi profesor y la cárcel: tres lugares que jamás me había imaginado visitar. Sin embargo, por caprichos del destino, acabé en dos de ellos. Si alguien me hubiera preguntado hace unos días cuál de esos sitios era menos probable, habría dicho, sin dudar, que la cárcel. Pero ahora, con la inquietante sensación de que las cosas seguirán torciéndose, no me sorprendería terminar en Plutón más pronto que tarde.

Cuando un día escriba mis memorias, dedicaré al menos una o dos páginas a describir lo imposible que es pegar ojo en una celda, aun con el cuerpo agotado. No es solo el incómodo suelo de cemento o las miradas de desconfianza de mis compañeras—dos prostitutas y una ladrona—sino los pensamientos que no dejan de agolparse en mi mente. El cansancio pesa sobre mí, pero la incertidumbre me mantiene despierta, cada vez más angustiada. ¿Kai sigue vivo? ¿Quién le hizo eso? Sé que la persona detrás de los mensajes está involucrada, pero ¿por qué incriminarme a mí?

Un sonido irritante, como un timbre que me sacudió hasta los huesos, rompió el silencio de mis pensamientos. Un oficial se acercó a la celda y la abrió de un tirón.

—Dumont, estás fuera —anunció con un tono de fastidio apenas disimulado. Supongo que le molestaba que alguien como yo pudiera salir tan fácilmente. Una de las ventajas de tener dinero es poder pagar una fianza y contar con un buen abogado.

Cuando me entregó mis pertenencias, le dediqué una sonrisa, la más falsa que pude conjurar. Sentí un escalofrío de satisfacción al saber que, a pesar de todo, tenía el poder de salir de allí. Esa sensación de control que el dinero me daba me gustaba.

Pero toda esa sensación de poder y control se esfumó en cuanto vi el coche aparcado frente a la estación, con Sam esperándome fuera. Su sonrisa de oreja a oreja solo hizo que mi fastidio aumentara. Estaba contento, demasiado para mi gusto.

—Como sigas sonriendo tanto, te saldrán arrugas —bromeé, recordando lo mucho que se preocupaba por su piel. Quería lucir joven para siempre.

—Créeme, valdrá la pena —respondió, señalando la bolsa con mis pertenencias—. Esos son tus zapatos —añadió, mirando mis pies. Efectivamente, iba descalza.

—Son tacones. Te los quitan para que, si te entran ganas de apuñalar a alguien, no puedas hacerlo —dije, sintiendo cómo el sonido de su risa me irritaba aún más—. Ten cuidado, me está pareciendo una idea muy tentadora.

Rodeé el coche y me senté en el asiento del copiloto, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria.

—Bueno, si quieres hacerlo, ahora es el momento. Ya que estamos frente a la comisaría, así se ahorran el tener que ir a buscarte —comentó Sam con una sonrisa, su tono ligero a pesar de mi evidente mal humor. Cerré los ojos, intentando no dejarme llevar por la irritación.

Él se sentó a mi lado y se puso el cinturón, pero antes de arrancar, me lanzó una mirada rápida.

—Tienes una pinta horrible —dijo, sin rodeos. Me miré en el espejo del copiloto y no pude evitar darle la razón. El rímel estaba corrido, las ojeras marcadas. Me recosté en el asiento, soltando un suspiro pesado.

—Lo sé, ha sido la noche más larga de mi vida —admití, mientras Sam encendía el coche. Una pregunta me quemaba en los labios, y aunque temía la respuesta, no podía guardarla más—. ¿Kai... está vivo?

El recuerdo de la cantidad de sangre que había visto en el suelo me hacía temer lo peor. Sam me miró de reojo, su expresión se suavizó.

—Está fuera de peligro, pero en observación —me dijo. Sentí un alivio abrumador, frotándome la cara y echándome el pelo hacia atrás, como si con ese gesto pudiera sacudirme la preocupación.

Profesor Alexander BlackwoodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora