Capítulo II: Martin

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Sábado, 27 de abril de 2024. Bilbao.

—Lo siento mucho, Martin —se disculpó mi madre—. No podemos.

Me fije en los números que subrayaba en una libreta. Mi madre había escrito en un lado una columna con todos los gastos de la casa y en la otra el sueldo que recibía por su trabajo como cocinera. Las cantidades no cuadraban, el total de gastos superaba por mucho al único ingreso que teniamos después de que me despidieran. Deberíamos tomar decisiones para reducir gastos, pero la primera de ellas me provocaba una gran impotencia.

—Mamá...

—No hay otro remedio, cariño —musito ella.

Tachó con el bolígrafo una línea de la lista de gastos.

Matrícula de Chiara.

—Puedo buscar otro trabajo, mamá.

—Sé que puedes y que lo conseguirías como has conseguido todos los anteriores.

Oh sí. Mi grandisimo y extenso curriculum como camarero, repartidor de Glovo, reponedor en el Mercadona y dependiente de una tienda de ropa deportiva. Ese había sido mi último trabajo. Buenos horarios y buen sueldo... hasta que me despidieron por reajuste de plantilla. Vaya puta excusa para echar a los trabajadores más recientes y contratar nuevos a los que pagarle una miseria con la excusa de estar en periodo de prueba.

 >>Pero necesitamos el dinero para la matricula de Chiara ahora. Y ya sabes que no podemos contar con tu padre.

Ah sí, el hombre que se hacía llamar mi padre y al que cada día luchaba por no parecerme. Mis abuelos maternos siempre le advirtieron a mi madre que esa relación no tenía futuro, que mi padre con veintitres años y dos denuncias por robo y conducción temeraria no podía darle nada bueno. Acertaron en que la relación no tenía futuro, se separaron a los siete años de casarse. Pero se equivocaron en que no podía darle nada bueno porque ese hombre le había dado lo mejor de su vida según mi madre.

Sus hijos.

Había cumplido cuatro años cuando mi padre se marchó de casa con una maleta pequeña en la mano e insultos en la boca. Su matrimonio había muerto y ahora creo que nosotros también lo hicimos para él. Llevó veinte años sin saber lo que es tener un padre que me apoye y me quiera. En los años de mi infancia y mi adolescencia le extrañé muchisimo. Deseaba tener ese padre que te enseña a montar en bici y no te suelta hasta que puedes pedalear solo. Ese padre que te ayuda a elegir  bachillerato y a saber que quieres hacer con tu vida. Ese padre que te aconseja sobre tu primera vez con un chico y que te apoya cuando tu novio te rompe el corazón. Ese padre con el que celebrar tus éxitos y que se sienta orgulloso de ti. Había querido tener el padre de todos mis amigos.

Nunca nos había faltado amor, pero siempre faltaba un plato en la cena de Nochebuena.

Con veintidos años me seguía doliendo haber perdido a mi padre, pero mis sentimientos hacia él se habían llenado de rencor y decepción. En parte porque había descubierto secretos que mi madre guardaba, donde se guardan los recuerdos que no quieren ser recordados. Y en parte porque cuando mi padre se olvidó de nosotros, también lo hizo de pagar la pensión. Nunca había enviado ni un centimo, aunque varios jueces le habían obligado a cumplir con sus obligaciones económicas con nosotros. Él se negó a ello, alegando que era insolvente porque si en algo era bueno mi padre era en mentir. La falta de la pensión de mi padre no conllevo graves problemas económicos; no podíamos hacer grandes gastos, pero teníamos para vivir. No me importaba el dinero hasta que la música llegó a mi vida. Era imposible entrar en un mundo, donde los artistas se daban codazos por colarse en los oídos del público, sin dinero. Se necesitaba para todo; para formarse, para producir una canción, para publicarla, para cantar en algún sitio, etc.

El Efecto MariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora