Capítulo 8. El que busca encuentra

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El que busca encuentra.

" Mira la luz en los demás y trátalos como si fuera lo único que ves en ellos"
                               Wayne Dyer.

   Es la octava vez que nos encontramos, no ha sido un viaje de película, ni de cuento de hadas. Es posible que te aburras con tan solo escucharme, o quizás solo tienes curiosidad por conocer mi desenlace; yo prefiero pensar que te importa, quiero pensar que mis palabras hacen eco en tu cabeza, y puedas verme aún sin conocerme en persona. Sea como sea, estás y eso me alienta, me reconforta. Una vez más gracias. Sé que no soy eterna, tarde o temprano dejaré de respirar y solo quedará de mí lo que he dicho,  sólo quedará mi fluctuación en el todo.

   Aquel día en la profundidad de la montaña, cuando me encontré con la cascada eléctrica, me desvanecí, mi cuerpo había llegado al límite, lo di todo, había pasado por tanto, finalmente había caído en un territorio no conocido sin fuerzas. Cuando desperté, no logré ver, mis ojos aún seguían encandilados, sólo escuchaba las voces de quienes me encontraron. Mi cuerpo estaba inmovilizado, no podía moverme. Les pregunté ¿Quiénes eran? Pero solo hablaban entre ellos, me inyectaron y de golpe me dormí. Estando dormida recordé a mi padre, esos ojos azules que cambiaba a verde y amarillo a voluntad. Mi padre nunca vivió conmigo lo suficiente, siempre estaba de salida, cuando nos visitaba me miraba a los ojos y decía:

- Mi gran Ikusa, mi niña de ojos café. -

Así me decía él, aunque Ikusa no es mi nombre. Un día me dijo que llegado el momento conocería la verdad, mi verdad.
Mi padre era un hombre de montaña, con frecuencia hablaba de las bondades del Cerro Ávila, y del poder que tenemos dentro, que somos capaces de sanar  a voluntad, así como  él cambiaba sus ojos. Yo siempre quize tener mis ojos azules como los de él, pero no, no los tengo así, son oscuros como el color de la piel de mi madre.
Mamá nunca nos contó cómo se conocieron, solo nos decía que era un hombre muy ocupado y sabio. Yo sólo recuerdo a un hombre misterio que se emocionaba cuando nos veía. Esos momentos juntos eran mágicos, hasta que debía retirarse. En algunas ocasiones imaginaba que llevaba otra vida con otra familia, y por eso no nos exponía, si salíamos era con gorras, en su auto con  los vidrios oscuras. Visitar a los abuelos era todo un protocolo, él se mostraba muy cuateloso, se debía tomar varios vehículos, varias rutas en la montaña, finalmente llegábamos a la casa paterna caminando, allá nos esperaban los abuelos y la familia, todos de ojos azules y piel muy blanca. Mi hermana y yo parecíamos dos ramas se canela en medio de una espesa nata.
Ella y yo eramos recibidas con alegría, nos sentíamos amadas por nuestros parientes. Allá solíamos jugar con los primos contemporáneos y los lugareños, una comunidad de personas  caucásicas. Recuerdo a un niño que me agradaba mucho, él jugaba conmigo y me mostraba cómo cambiaba sus ojos de azules a verde, yo por más que lo intentaba no lo lograba, no podía hacerlo, para esa comunidad a la cual mi padre pertenecía,  esa cualidad de cambiar el color de sus ojos les era natural. A veces me frustraba porque quería encajar, quería ser como ellos, la verdad es que sentía que no encajaba en la sociedad en la que vivo, y tampoco en la de mi padre. Éramos mi hermana y yo seres tan distintos a ellos.
Una vez mi padre me dijo que cerrara los ojos y me dejara llevar por los demás sentidos,  a los pocos segundos lograba ver con mis ojos cerrados, era extraño, veía en mi mente a las personas. Sin saberlo mi padre me estaba entrenando.
Cuando él murió fuimos con mi madre a la montaña, allá era el velorio por así decirlo, la cultura de mi padre veía la muerte como un proceso natural de no dolor, sino liberación. Llegamos con los abuelos, ellos se veían serenos sin expresión de dolor en sus rostros, nos recibieron con el acostumbrado beso en la frente, y nos llevaron caminando hacia donde yacía el cuerpo de mi padre. Mi padre se veía tranquilo, sereno, como si durmiera. No podía creerlo, ver a mi padre así, fue como una despedida definitiva, de aceptación.
La comunidad tomó su cuerpo y lo trasladaron a las profundidades de la montaña. Los abuelos no nos permitieron ir con ellos. Yo solo veía cómo se llevaban a mi padre, ese ser que estuvo ausente muchas veces, pero que siempre volvía a darme lecciones de vida. Ya no lo vería más, mi corazón lloraba su eterna ausencia. Yo tenía 10 años de edad, mi hermana 15 y mi madre estaba embarazada de la última herencia de mi padre, mi hermanito Kanno C, el único que nació con los ojos como él, azules con reflejos verdes. La vida es un respiro profundo.
Una semana antes de la muerte de mi padre, él me dijo que cuando llegue a la montaña y me pregunten ¿Quién soy? Qué nunca diga mi nombre, pero si me preguntan en su lengua, me orientó a que les diga que soy Ikusa, hija de Kanno.
Yo no entendía el por qué de aquello, ahora todo tiene sentido.
Su voz la siento tan nítida en mi memoria como aquel día en que me habló por última vez. La vida es un respiro profundo, tan fugaz y al mismo tiempo tan lenta.
Cuando volví a despertar, mi visión era borrosa, estaba en una habitación, entraron dos seres, vestían de blanco, yo no apreciaba los detalles ni sus rostros, solo veía contornos. Entonces recordé las enseñanzas de mi padre, cerré mis ojos e intenté verlos con mis sentidos, y lo logré, ellos parecían humanos, usaban mascarillas, tenían seis dedos, como Juan, el señor que me ayudó a salir del edificio.
Me preguntaron:

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⏰ Última actualización: Aug 05 ⏰

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