06.

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   Las tonalidades moradas conectaron con la oscura intemperie, plagada de zafiros brillantes, desplegados por el manto azul del cielo. Esperaba allí poder encontrar respuestas. Respuestas a su cabeza.

    – Aegon. – Escuchó detrás de sí.

  No tuvo que voltear para saber de quien se trataba.

    – Madre. – Respondió con desgano, sujetándose del barandal con más fuerza de lo usual. La copa de vino reposaba perenne a su lado, como era común. – No te esperaba, pensé que estabas con padre.

    – Tu padre duerme. Está agotado. – La voz de su madre siempre había sonado fría cuando pactaba su nombre, o diálogos, o palabras, o cualquier tipo de sonido referente a comunicarse con él.

    – Ya casi no puede levantarse de la cama... – Sonrió con pena, bajando la mirada a sus manos. – Pronto... Va a morir, ¿No es así...?

  Lo único positivo en la enfermedad del rey era el aplazo del matrimonio, pero era inminente. En algún momento pasaría.

  Alicent se posó junto a su primogénito, observando el cielo desde su posición. Pese a la cercanía, no estaba dispuesta a tocarle, aunque escuchase la voz del chiquillo tan rota como su alma, aunque lo viera herirse a sí mismo. No importaba.

    – Pronto. – Rectificó con severidad. – Y una vez que no esté, solo quedarás tú. Y tendrás que asumir, Aegon. Es hora de que tomes tu lugar.

  Una vez más contempló su destino en los cielos. Todo escrito.

  A veces le gustaba pensar que era un dragón, listo a emprender vuelo, lejos de la locura, lejos de responsabilidades y prejuicios, haciéndose tan solo cargo de su propia vida. Deseaba frecuentemente tomar a Sunfire y escapar lejos a su lomo, y no volver jamás a Westeros, no hacerse cargo de reproches, ni tener a su espalda los deberes de un mundo que no era el suyo, en donde nunca sería perfecto, ni lo suficientemente bueno para nadie, su santa madre se encargaba de recordárselo 10 veces al día, todos los días, durante los 23 años de su miserable vida.

    – Yo no quiero el trono, madre... – Poco a poco, su voz se fue apagando, indeciso de qué decir. – No quiero reinar, no quiero cumplir con el deber, no estoy preparado... ¡Y quizás nunca lo esté! ¿Qué clase de hermano sería si le niego la herencia de nacimiento que le corresponde a Rhaenyra? Que padre le impuso, incluso antes de que yo naciera...

  Alicent giró el rostro a su hijo, seguido de todo el cuerpo, con movimientos sutiles, calculados y cautelosos. Le miraba una vez más con esa expresión, esa expresión que dejaba en claro que no servía para nada. La reina soltó una risa sin ápice de gracia.

     – ¿Ahora te importa Rhaenyra? – Escupió con desagrado, riendo amargamente. – ¿Y la vida de tus hermanos? Helaena, Aemond, Daeron, ¿Tan poco te importan? Rhaenyra va a poner tu cuello y el de tus hermanos bajo una espada, y que el desconocido se apiade de nosotros... Todo porque, tú, libertino ebrio, no quiere ponerse los pantalones de una vez por todas.

  Una lágrima escapó de los perlados ojos violetas, incapaz de observar a su madre una vez más. No quería, quería huir. Ir lejos de esta locura a la que llaman vida. No quería el trono, nunca lo codició. Que la perfecta Rhaenyra se quedara con el trono, y que hiciera del país lo que quisiera bajo su gobierno.

  Se aferró al barandal, sonriendo amargamente al viento, mirando el abismo, y deseando caer en ese instante. Acabar con todo, rendirse y ser recordado como un príncipe Targaryen, y no como el jodido usurpador que arrancó la herencia de la legitima heredera de los 7 reinos. Las lágrimas caían desoladas por las mejillas de porcelana, sin descongelar el corazón de la reina, quien le observaba con desagrado y decepción.

Calor [Jacegon]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora