No importaba toda la experiencia que se pudiera tener en un oficio como el suyo, o lo preparado que se pudiera estar. El miedo nunca, jamás, se iba. Aiden había estado en primera fila en más de una batalla; algunas solo habían tenido unos pocos cientos de involucrados, otras, decenas de miles por bando, en medio de un tumulto infernal de gritos, maldiciones, alaridos y acero. Había participado en decenas de sangrientas escaramuzas, incursiones y reyertas. Había luchado bajo la lluvia y bajo la nieve, de noche y de día, en bosques, llanos, montañas y sobre la cubierta bamboleante de más de un barco de guerra. Había peleado y vencido en media docena de duelos, cara a cara con cabrones con la fama de ser los tipos más duros del reino, nación o imperio en el que fuera que lo hubieran contratado.
Y en todas esas ocasiones, de algún modo u otro, siempre había tenido miedo. Ansiedad. Escalofríos. Una desesperación que se esfumaba en cuanto alzaba su espada y se ponía a trabajar, pero que siempre estaba ahí, escondida en los terribles momentos antes de la tormenta. Quien fuera que asegurase lo contrario, por más duro que se creyera, no era más que un puto mentiroso.
¿Cómo podía ser entonces que sintiera más miedo en esos instantes, mientras dudaba si llamar a la puerta o no?
Podía escuchar la voz amortiguada de Hildi al otro lado. Aiden tragó saliva, sin animarse a llamar. Debajo de aquel inexplicable temor, se sentía de lo más estúpido. ¿Cuánto tiempo llevaba así, inmóvil, con el puño alzado sin hacer nada? Dudaba. Dudaba tanto, de hecho, que ni siquiera se dio cuenta cuando los pasos se hicieron más y más próximos al otro lado.
De repente, la puerta se abrió ante sus narices. Una mueca de asombro se dibujó en el rostro de Hildi al verlo allí, petrificado bajo el dintel.
—¿Aiden?
—Hildi...
La chica se quedó mirándolo. Estaba pálida, y tenía unas ojeras muy marcadas.
—¿Has venido a verla?
Era una pregunta bastante tonta. ¿Por qué iba a estar ahí si no?
—Sí... —carraspeó—. Sí.
—Bien... Me alegra que estés aquí, me alegra mucho. Quizás tú puedas... —Hildi guardó silencio, desviando la mirada—. Se rehúsa a hablar conmigo, Aiden. Ni siquiera sé si me escucha. No ha querido levantarse. Tampoco ha probado bocado desde... bueno, desde la Prueba. Tú sabes. Estoy muy preocupada por ella...
Aiden asintió con solemnidad, como si realmente supiera qué era lo que tenía que hacer. Pero tampoco podía irse.
—Llévame con ella.
Los dormitorios destinados a los miembros del Sindicato en la Torre de Hierro eran salas amplias y austeras, sin ápice de lujo. Aquellas estancias no eran la excepción. Avanzaron a través de un pequeño vestíbulo sin ventanas, apenas amueblado. Un amplio arco de piedra unía el pasillo con una habitación sumida en la penumbra. Hildi se detuvo bajo el arco, titubeante.
—¿Jenna? —llamó—. Tienes... tienes visitas.
Silencio.
—Es Aiden. Aiden ha venido a verte.
No hubo respuesta.
—Jenna, nosotros...
Aiden posó una mano sobre su hombro. Negó lentamente con la cabeza. Hildi abrió la boca, como si quisiera replicar, pero no lo hizo.
—Creo que será mejor que los deje a solas...
—Sí... —Él no estaba para nada seguro de que aquello fuera lo mejor, pero se tragó a la fuerza sus dudas—. De acuerdo.
ESTÁS LEYENDO
Crónicas de Kenorland - Relato 11: Desenlaces
FantasyTras los sucesos de la Prueba, Aiden y Hágnar se disponen a saldar nuevas y viejas deudas antes de abandonar la Fortaleza, pero una inesperada visita cambiará para siempre sus destinos. Mientras tanto, en el Norte, Alayna descubrirá los verdaderos h...